No había ningún motivo razonable de por qué Amelia no podía dejar de buscar razones para hablarle a Brett. Quizá se debía a que era emocionante intercambiar mensajes con alguien del sexo opuesto sin saber exactamente a dónde llegaría todo. Existía esa incógnita. El no saber qué pasaría. Eso la hacía sentirse un tanto ilusa; llevaba años sin comunicarse de esa forma con alguien que apenas conocía y temía estar haciendo el ridículo. Aún así, no se echaba atrás. Cada vez que enviaba algo, Brett respondía con la intención de seguir la conversación. Así que, al menos, tenía la certeza de que no lo estaba haciendo tan mal.
Amelia: Aún no me dices cuánto tengo que pagarte.
Brett: Si sigues insistiendo, tendré que pensar en algo.
Amelia: Solo dime.
Brett: ¿Comida?
Amelia: ¿Estás sugiriendo que te cocine? Spoiler: no sé hacerlo.
Brett: Podríamos comer juntos algún día. No tienes que cocinar.
Amelia: ¿Ya es un plan?
Leyó el último mensaje que había quedado en su buzón, pendiente. Horas atrás, tuvo que dejar el teléfono de lado cuando llamaron al equipo por una emergencia. Un choque de tránsito múltiple ocasionó a mitad de una transitada carretera, dándole a la jornada de trabajo un ritmo intenso: socorrieron a más de quince personas, algunos heridos de gravedad, otros no tanto. Sin embargo, habían logrado que trasladen a los afectados con vida hacia el hospital. Eso siempre era una victoria, aunque en realidad nunca supiera el final. Al menos tenía la satisfacción de que había dado lo mejor de sí mismo para intentar darle a esa persona el mejor futuro posible.
Sonrió ligeramente al leer lo que había escrito Amelia. Llevaban alrededor de tres días intercambiando esa clase de mensajes en los que mantenían una conversación que ninguno pretendía finalizar. A veces pasaba tiempo entre mensaje y mensaje, pero siempre uno de los dos se dignaba a responder. En esa ocasión, le tocaba a él. Miró el reloj del teléfono, eran casi las dos de la madrugada. Lo pensó un par de veces, hasta que decidió que no pasaba nada malo si respondía a esa hora. El mensaje quedaría ahí hasta que ella pudiera leerlo.
Brett: ¿Cenamos mañana? ¿En tu casa?
Brett: Lo siento por responder a esta hora. Recién salgo de trabajar.
Arrojó el celular a la cama para marcharse a la ducha, sin embargo, el aparato sonó al instante.
Amelia: Es un plan.
Amelia: ¿Qué tal todo?
Brett: Fue un día agotador. ¿Tú cómo estás?
Amelia: También trabajando de madrugada.
Junto al mensaje, llegó una fotografía de la laptop encendida de Amelia. En la pantalla, se podía observar el procesador de textos.
Brett: Parece un artículo inspirador, aunque todavía no me cuentes sobre qué tratan.
Amelia: Algún día te mostraré uno.
Amelia: Intentaré terminar antes de quedarme dormida frente a la pantalla. Ve a descansar, lo mereces.
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Durante el mediodía, Brett llegó al refugio dispuesto a preparar las bandejas de comida que servían durante el almuerzo. Llevaba puesto un vaquero azul oscuro, una camiseta blanca de manga corta y una chaqueta negra que siempre terminaba por quitársela porque moverse de un lado a otro lo hacía entrar en calor. Cristina le pidió trasladar los cajones de manzanas que una empresa local había donado hacia el área del salón dónde preparaban las bandejas y Brett puso manos a la obra. En total eran cuatro. Se quitó la chaqueta tras depositar el último sobre un mesón. De inmediato, Cristina procedió a lavar la fruta, mientras Brett recuperaba el aliento.
—Hablé con esa chica que me sugeriste.
—Amelia —él de inmediato la reconoció.
—Sí, ella. Es hermosa. Se mostró muy simpática.
—¿Estuvo aquí?
—Ayer por la tarde. Parecía muy interesada en ser voluntaria.
—¿Sí?
—Sí. Demostró muchas ganas de pasar tiempo en este lugar con el equipo. Contigo —hizo énfasis en la última palabra. Brett se sonrojó—. ¿A dónde la conociste? Su rostro me resulta familiar, como si la hubiera visto antes…
—Es una amiga —respondió, mientras intentaba ocultar la sonrisa bebiendo un trago de agua de su botella personal—. La conocí de casualidad. ¿Algo más en lo que pueda ayudar? —cambió de tema, ignorando el nerviosismo que le producía hablar de Amelia.
Cristina, que no terminaba de creer la historia por completo, decidió darle un respiro. El muchacho merecía mantener su privacidad.
—Puedes ir trayendo las bandejas —sugirió.
En medio del ajetreo, Ruby, su compañera de trabajo que también solía colaborar en el refugio, apareció con las ojeras oscurecidas. Llevaba un pantalón de chándal y encima, una sudadera negra que le cubría hasta las rodillas. El cabello lo mantenía recogido en un moño desprolijo. Sus apariciones eran esporádicas, Ruby era por naturaleza un tanto asocial, pero de vez en cuando le surgía ese impulso de socializar y hacer alguna clase de bien en el mundo. Saludó a Brett con un apretón de manos y luego cuestionó «¿cómo diablos haces para estar siempre buen humor, eh?». Después miró a Cristina y, mientras robaba una manzana del cajón para alimentarse, soltó con naturalidad «hay una rubia en la puerta que pregunta por ti».
—¿Qué? —preguntó Brett descolocado.
—Es Amelia —afirmó la mujer—. Le dije que podía venir a ver como funciona el refugio. ¿Puedes recibirla, Brett?
Ruby, que no comprendía a qué se debía ese intercambio de miradas, observó la situación al mismo tiempo que le daba un mordisco a la fruta. No podía entender por qué Cristina de pronto ponía una sonrisa de satisfacción y Brett, que naturalmente se distinguía por su tranquilidad, se había puesto notablemente nervioso. Le dio gracia verlo así.