—Oh, por favor —supliqué, dándome un golpe en las piernas para dramatizar—. ¡Tienes que levantarte, anda!
Mylo, aún recostado y jugando con su pluma, giró su rostro hacia mí y, al notar que estaba de cuclillas en el suelo, bajó la cabeza hasta que nuestros semblantes chocaron. Eran completamente diferentes: el mío desbordaba entusiasmo, el suyo carecía de toda emoción.
—¿Para qué? Estoy cómodo y ocupado, por si no lo notaste.
—Estás leyendo, no estás ocupado. —Le resté importancia con un movimiento de mano—. Vamos, es el Gran Día. No nos lo podemos perder.
Pero la mención de ese importante evento no le movió un pelo. Solamente me sostuvo la mirada unos segundos antes de acomodarse y retomar su lectura como si nada. Molesta, le arrebaté el libro de las manos y lo escondí tras mi espalda para que me devolviera su atención; Mylo ni siquiera lo pensó cuando se abalanzó sobre mí para intentar recuperarlo.
Me eché atrás para marcar distancia y levanté un dedo en señal de advertencia.
—Retrocede.
Mylo tomó una bocanada de aire, conteniéndose a mandarme de paseo, y volvió a sentarse sin chistar. Sabía que me había metido en un terreno peligroso por haberlas tomado con su libro, pero los planes de esa noche eran sumamente importantes, así que no me rendiría fácilmente.
—¿Es que no estás escuchándome? —le pregunté frunciendo el ceño.
—Claro que sí, Ivy… Es imposible no hacerlo si estás chillándome en el oído. —Alzó una mano a la altura de su oreja haciendo un ademán y bufó, irritado—. Como te escuché y no me interesa ir de acampada, elijo pasarte por alto. Ahora, ¿me devuelves el libro? Te lo agradecería mucho, al igual que tu silencio.
La sonrisa llena de condescendencia que esbozó al final no solo encendió mi rabia, sino que también limitó mi paciencia, haciéndome clavar las uñas sobre la tapa del libro. Ahí vi sus ojos oscurecerse. Me pasé la lengua por el interior de mi cavidad bucal y asentí lentamente.
—No te daré nada hasta que dejes de comportarte así conmigo —dictaminé—. Te levantarás y nos acompañarás. Y ya no te estoy preguntando si quieres o no.
Permítanme contarles: el Gran Día era conocido por ser el comienzo de los Campamentos de Hechicería. Se celebraban para que jóvenes inexpertos pudieran entrenar y especializarse con sus dones. Una costumbre de ambas colonias, aunque por motivos muy diferentes.
Los infames no participábamos en ella desde hacía veinticinco años.
Esto remonta a la adolescencia de nuestros padres, donde el rey acababa de asumir y era bastante flexible con las reglas. Permitió que mi gente se mezclara en Miracle, siempre y cuando la calma continuara. Pero, mientras ganaba nuestra confianza, nos traicionaba promoviendo leyes que no beneficiaban a Cyrene…
La comunidad bermeja quería incitar al cambio para progresar, así que el pueblo entero se plantó frente al palacio para hacer huelgas durante varios días para obtener lo que merecían: igualdad. Y casi que lo logran… pero algo lo arruinó todo. El rey no perdonó nuestro fallo y al siguiente anuncio real dictó que teníamos denegadas todas las actividades que implicaran anexar las colonias, y fuimos llevados al olvido eterno.
En Cyrene, la noticia llegó con dolor y tragedia, con desapariciones y una frontera mágica que delimitaba el terreno. Fue entonces que, a raíz del enojo, surgió el Gran Día: un grupo de infames escapaba del pueblo e irrumpía en el bosque para arruinar el campamento, también para dar un par de sustos. No era la mejor táctica para que volvieran a integrarnos, hasta era muy infantil para mi gusto, pero así había prevalecido y era una tradición.
La sonrisa de Mylo se esfumó conforme pasaron los segundos, sus labios se convirtieron en una fina línea y se dedicó a mirarme seriamente. No estaba segura si meditaba la propuesta o buscaba una manera de hacerme desaparecer.
—Vamos. —Repetí lentamente—. No hagas que llame a tu padre.
—Que ni se te ocurra meterlo en esto…
Esa era mi última carta, ¡claro que la usaría!
Inflé mis pulmones y abrí la boca, esperando que aceptara al verse bajo presión, pero cuando Mylo intentó intimidante, entonando sus ojos sobre mí, grité:
—¡Mylo no quiere ir al Gran Día!
Y, como si fuese una invocación, los apresurados pasos del señor Buccanan resonaron por la planta baja y se detuvieron al inicio de las escaleras que llevaban al ático, donde era la habitación de mi amigo.
—¿Por qué siempre complicas las cosas? —Se escuchó que renegaba el hombre—. ¡No deshonres a la familia, criatura insolente! ¡Levanta ese asqueroso trasero y prepárate!
Una carcajada trepó por mi garganta, pero tuve que reprimirla cuando Mylo me señaló acusatoriamente con su lapicero; lo empuñaba con tanta fuerza que creí que lo rompería. La mala cara que adoptó hacía que sus ojos verdes se sintieran como mil dagas impactando contra mi cuerpo, todas a la vez, e increíblemente dolían.
Juraba que, a través de ellos, podía ver cómo sería mi muerte.
—¡No te metas, viejo, que no te incumbe! —le gritó a su padre. Para cuando se dirigió a mí, me encogí en mi lugar—. Y tú, mocosa, deja de buscarme las cosquillas.
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Editado: 24.11.2022