Suripanta: mujer moralmente despreciable.
Wabi había entrado al cuarto pocos segundos después de que Ahin haya retrocedidos unos pasos hacia atrás atemorizada y dejar caer a la viani ya sin un solo suspiro. Los echó a todos, se quedó sola en la habitación. Sus pensamientos desvariaban entre la culpa y el miedo. No, definitivamente no podía volver a su casa ¡Había matado a alguien! Zarael le dijo que no se preocupara, que nadie más lo sabría. Pero ella sí, y nada iba a cambiar esos recuerdos que ahora no hacían más que destrozarla. Daba vueltas de un lado a otro por el cuarto pensando…pensando en nada. Nada se le venía a la cabeza, sólo podía sentir un cambio en cuerpo y mente, un cambio oscuro ¿Qué más quedaba por hacer? Si algo sabía era que nadie podía alguna vez enterarse de eso que pasó.
— Todos tenemos las mejores intenciones —habló el espejo que se ganó el reflejo de la decaída niña—. Todo lo que resta ahora es vivir. Vive, y nunca mueras. Tienes el poder en tus manos y sólo la muerte puede quitártelo.
Sí. Es cierto ¿Qué estaba haciendo? Lo tiene todo en sus manos. Todo. Sólo la muerte puede arrebatárselo.
— O lo tomas, o lo dejas.
¡Qué gran dilema! Llenarse las manos con oro o con agua.
De nuevo, la sangre brillante corriendo por sus venas se hacía presente a través de su piel.
Tómalo o déjalo.
Miro el cuerpo que su reflejo se estaba cubriendo en sangre del otro lado.
Mejor, toma y deja todo. Que todo esté en tu poder ¿No?
Ahin salió del cuarto. Fuera la esperaban Wabi, Zarael y Axa. Ella miró primero al General y le dijo:
— Saca eso de mi cuarto, que no quede ni una mancha, ni un solo rumor —luego se dirigió a Wabi —. Ve a buscar a Klasco y organiza una reunión.
— Ahin… —la cuestionó ésta. Ella alzó la frente escuchando— lo mejor será presentarte al pueblo.
— Bien. Entonces haz eso, pero luego de la reunión —después pasó a Axa—. Eres mi consejera ¿Verdad?
— Sí, su Majestad —contestó con una reverencia.
— Pues que no se te olvide —su súbdito asintió mirando el suelo —ahora llévame a un salón donde pueda conversar en paz mientras me hablas de lo que ocurre, pues veo que estás bien al tanto de lo que ocurre en el reino.
Comenzó el camino seguida de Axa mientras que ambos mayores la observaban irse al mismo tiempo que se preguntaban si esa actitud tendría pies o cabeza.
¿Esta sería una decisión definitiva? ¿O volvería a completar el mismo círculo de antes?
— El pueblo tiende a saber que la Reina pasa por las calles cada tanto. Y ahora, luego de la guerra, deben querer un discurso presencial de la corona, si no lo obtienen pronto, saben que pueden causar una rebelión. Su Majestad, todos necesita algo a qué aferrarse.
— Pide que preparen todo para esa presentación, que avisen al pueblo y en cuanto termine de hablar con el alico será lo siguiente que haga.
— Por supuesto.
Una viani pasaba por el mismo pasillo en ese momento. Axa la paró y comenzó a ordenarle que acompañara a Ahin hasta un salón, pero ella se negó:
— No —dijo de inmediato—. Tú, Axa, acompáñame y que ella se encargue de repartir la noticia a los encargados de esos asuntos —claramente un cierto miedo había quedado, el miedo a la muerte que allí estaba tan presente como el aire. Axa asintió, le ordenó todo a la viani y continuó el camino con la futura Reina.
Mientras tanto toda la congregación descasaba con delicadas tazas de té en las manos, dulces sobre la mesa, y hablaban sobre lo que acababa de pasar sin una pizca de extrañeza.
— Es una gran pena que ya tenga enemigos tan temprano —dijo la Reina Vijan mientras tomaba un pedazo de tarta y se lo llevaba a la boca, una tarta tan alta como un naipe de corazones.
— Es cierto. Pobrecilla, se veía tan asustada —continuó la Reina Jara.
— Debería descansar un poco —dijo la Reina Erita luego de un bostezo.
— Tiene demasiado a la vista que es nueva —se quejó la Reina Arick—. Su miedo a la muerte aún no es destruido.
— Eso nos beneficia, no se equivoquen —dijo la Reina Greng Jai.
— Esperemos convencerla pronto. Espero ansiosa la capa gris que vi la última vez —comentó la Reina Katria.
— Deberías estar luchando contra ese impulso, no alentándolo —la regañó Arick.
— Hago lo mejor que puedo —se excusó.
— Es cierto —interrumpió Greng Jai—. Hay que aprovechar todo lo que podamos, no sé por cuánto tiempo más la joya se mantendrá dormida.
— No creo que sea por mucho tiempo —dijo Erita.
— ¿No la vieron? Sus ojos son intensos, casi iguales a los de Isara —les hizo saber Jara, luego su cuerpo sintió un escalofrío por la idea.
— Deberíamos preocuparnos por eso. Eso y que no tenemos idea de quién es —dijo Vijan mientras tomaba otra porción.