Inmarcesible

Capírulo 12: SIBILINO

Sibilino: persona misteriosa difícil de comprender.

Ahin se decidió por pedirle a la cocina para que tomen las órdenes de la Reina Vijan pero que no las cumplan. Sin embargo, no salió como ella hubiese querido.

— Su Alteza —decía el jefe de la cocina mirando hacia arriba por su pequeña estatura—, usted sabe que somos fieles a la corona, pero una sola vez hicimos eso y uno de mis compañeros fue servido en una olla.

La joven miró totalmente sorprendida a Wabi que estaba a su lado por lo que acababa de escuchar.

— ¿Lo sirvió en una olla? —preguntó intentando caer en la idea.

— Sí, señora.

Ella pensó unos segundos y entonces algo se le ocurrió.

— De acuerdo, hagan lo que ella les pide, pero ¿Podrían hacerlo de una manera…lenta?

El jefe intercambió unas palabras con las primeras personas cerca de él y luego respondió con una sonrisa:

— Creo que sí podemos hacerlo, Majestad.

— ¡Estupendo! —celebró con un aplauso— Si algo les llega a incomodar o alterar no duden en hacérmelo saber.

— Por supuesto.

Luego fueron con aquellas damas de verde y les pidieron que acotaran las ordenes de la Reina Vijan sólo si Ahin las autorizaba.

— Pero, Señora ¿Qué debemos hacer si ella enfurece?

— Yo me encargaré de que reciban un buen trato de su parte. Si eso no sucede, vengan de inmediato conmigo, yo me encargaré de arreglarlo.

— ¡Se lo agradecemos mucho, Señora! —respondieron todas a la vez con una reverencia.

— ¿Y ahora? —preguntó Wabi mientras caminaban por un pasillo cuando todo parecía resuelto. Y ella estaba por responder, pero la repentina sonrisa del Príncipe la sorprendió.

— ¿No le gustaron mis flores?

Ahin se volteó y también con una sonrisa refutó:

— ¿Cuáles flores?

— ¿Serán las que encontré tiradas a los pie de su ventana?

En ese momento, Wabi, con los labios escondidos en su boca, hizo una reverencia y abandonó el lugar como por arte de magia.

— ¿Eran suyas?

— Pues sí. Pero si no le gustan puedo hacerle un regalo mejor.

— No, está bien. Se cayeron por un accidente.

— Ya veo. Supongo que tampoco leyó la nota donde la invitaba a tomar una taza de té en el balcón de mis aposentos. Debo advertir que la vista a la mangata es muy bonita —Ahin rió con algo de incomodidad.

— Creí dejar en claro que no busco ningún cortejo…

— Sin embargo la Reina debe estar rodeada de miles. Pero tiene razón ¿Qué soy yo entre miles? Debo ser una piedra en el zapato.

La joven se sintió un tanto mal, tal vez por rechazarlo por segunda vez y porque él seguía intentándolo, o también pudo sentir, simplemente, algo de lastima.

— Creo que no es así. Pero también creo que no hace mucho daño una taza de té ¿Con mucha azúcar?

— Toda la que deseé.

El Príncipe le extendió la mano, no obstante, ella no la aceptó y sólo caminó unos pasos sobrepasándolo. Esto hizo que él diera un risita dándole gracia lo idiota que había quedado. Luego, la guió a sus aposentos.

Mientras tanto Wabi corrió al lugar más cercano y donde solía esconderse de Zarael: en el calabozo de Klasco.

— ¿Ya no estás enojada conmigo? —la recibió, como siempre, sin dejar de jugar con todos sus líquidos mágicos.

— ¡Ah, es cierto! Lo había olvidado —contraatacó ella.

— Pero no te conviene estarlo —de que tenía razón, la tenía, pero eso no disminuía su orgullo.

— ¿Ya reconoces a la Reina como tal?

— Te lo respondo si me dices de quién te escapas.

Wabi suspiró, luego se sentó en la silla frente a él y lo observó trabajar.

— Quédate tranquila que le juré lealtad —a ella le brillaron los ojos, se puso tan feliz de que Klasco se uniera, no sólo al nuevo reino, sino también a ella, de que la acompañara, de saber que podía contar con él como antes.

— Gracias —le dijo sonriendo.

— ¿Sólo me agradecerás así? —dejó con paciencia las cosas que tenía en las manos sólo para acercarse a ella, tomarla por la cintura y comenzar a besarla compensando todo ese tiempo que no pasaron juntos, ya sea por la misión que les fue encomendada o por el enojo de Wabi.

Ahin se sorprendió al ver los grandes lujos que el Príncipe Sebastián mantenía en su cuarto. Era una habitación tan grande como su antigua casa, llena de distintos muebles y objetos color oro, sin contar lo cómodos que se veían los asientos y sofás. Él le extendió la mano invitándola a sentarse en la silla, frente a una adornada mesa con flores azules, ambas de cristal. Ella sintió algo de temor al sentarse, pues lo primero que se le vino a la cabeza fue cómo la silla se desplomaba por su peso, afortunadamente no fue así.



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Editado: 05.05.2018

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