—No llores princesa, te aseguro que pronto estarás en un lugar mejor.
—Quiero a mi mami —imploró.
—Tu mami te abandonó. ¿Quién crees que me dijo que te llevara lejos? —preguntó frunciendo el entrecejo—. Ella no pudo darte lo que mereces. Déjame contarte una historia:
«A tu edad, hay muchas jovencitas que son estrellas de la televisión, que hacen comerciales, incluso sus madres las exponen en las pasarelas para modelar ridículas prendas infantiles. Pero tú adorada Candy, de cabello rubio como el sol y de ojos tan oscuros como la profundidad del océano, eres mucho más, mucho más que la tierna decoración de un pastel; más que un hermoso prospecto adornado por la gema más fina, ¿y sabes por qué? porque tú eres la gema más fina. Tú la rompecorazones que hará volar las fantasías de millones. ¡Eres preciosa!
—¡No me toques! —gritó con fuerza, arañando el rostro de su captor e hiriendo sus frágiles sentimientos.
—¿Acaso prefieres a los padres que te despreciaron? —preguntó enfurecido, revoleando una silla contra la pared repleta de humedad de aquel cuarto repulsivo.
No hubo respuesta verbal. Solo un escupitajo, directo al rostro del secuestrador, fue más que suficiente para sacarlo de sus casillas y comprar un boleto sin escalas al infierno.
Luego de tomarla fuerte del brazo y empujarla contra la puerta resquebrajada, una andanada de puntapiés, sin piedad, dejaron a la pequeña Candy inconsciente, y aunque se había convertido en la protagonista de la más tétrica de sus pesadillas, a la luz de los acontecimientos por venir, tal vez era lo mejor que se perdiera en cándidos sueños; esos que los chicos suelen abrazar en su niñez.
* * *
Llevaba demasiado tiempo sin llover tan intenso sobre Nueva York, las precipitaciones corrientes, en nada se asemejaban a ese vendaval de agua que parecía no tener fin, como si presagiara el oscuro mal que se aproximaba impetuoso, ese que cubriría de sombra a la Nación entera. De allí, que recién reincorporada en su puesto, la detective Stephanie Turner, se apresurara a toda marcha para ingresar a su departamento antes de que su ropa -y sus zapatos- se echaran a perder. ¿Por qué demonios me habré olvidado el paraguas en la oficina?, pensó mientras buscaba las llaves en su bolso empapado.
Una vez adentro, luego de quitarse la ropa mojada, se entregó al extasiante placer de una ducha caliente y mientras recordaba las peripecias transitadas en el pasado, no podía evitar compadecerse de las nuevas víctimas que inundaban las primeras planas de los diarios y el prime-time de la televisión. Por suerte para ella, en el último tiempo, La Gran Manzana, no había sido escenario de ninguno de esos tantos atroces homicidios ni de las misteriosas desapariciones que jugaban con el corazón de todo buen ciudadano.
Nadie estaba exento. Nadie estaba a salvo.
Al terminar el baño reparador, se vistió con su bata blanca y se dirigió a la cocina para calentar en el microondas las sobras del día anterior, cuando el eco de una voz en la oscuridad, la puso al borde del paro cardiaco.
—¿Me extrañaste?—preguntó fuerte y claro.
Stephanie se desesperó. Lejos de su arma reglamentaria, se apresuró a encender la luz para poder tener noción de la real ubicación del extraño y poderse defender, al menos, a puños descubiertos; siempre y cuando, ningún objeto filoso, de los que siempre pululan por la cocina, estuviera a mano llegado el momento.
—¿Thomas? —preguntó frunciendo el ceño, sin poder contener los latidos acelerados de su corazón ni el temblor de sus manos y piernas.
—¿Quién se suponía que iba a estar al amparo de la oscuridad, el Fantasma de la Ópera? —se burló.
—Ese es el punto, se supone que nadie debería estar acá. ¿Cómo entraste?
—No importa el cómo, sino el por qué —respondió abandonando la comodidad de la silla, extendiéndole la carta que había recibido en sus días en prisión.
Todavía con el pánico corriendo impune por sus venas, arrebató el papel de las manos a su antiguo compañero y ni bien se dejó llevar por el pulso nervioso de aquella misiva, su rostro, fiel reflejo del universo celestial, comenzó a desfigurarse al compás de la desolación. Pese al shock inicial, de forma casi inmediata, su mente no tardó en relacionar esos casos que la desvelaban con la amenaza explícita y manifiesta en esas líneas repletas de odio y resentimiento.
—Entonces... ¿Arthur está detrás de todo esto? —preguntó asegurándose de que su bata estuviera bien atada.
—De eso no tengo dudas; pero no creo que sea él quien las secuestra.
—No comprendo.
—Arthur no tiene el valor; no pondría sus sucias manos sobre esas niñas, aunque creo que hizo una tontería irreparable —se lamentó.
—¿Crees que utiliza a terceros para pergeñar los crímenes? —preguntó mientras se desplomaba sobre una de las sillas en la cocina.
—Solo que esta vez, el títere tiene vida propia. Ya no se trata de alguien perturbado, que necesita una voz retumbando en su cabeza que le dicte los pasos a seguir para alcanzar la venganza secreta; no. Esta vez es algo mucho más siniestro. Me temo que Arthur se ha involucrado con los seres más deleznables de este mundo.