Insomnia

Capítulo 2

La psicóloga tenía razón. Aunque no había querido admitirlo delante de ella. Tenía que superar mi miedo a no poder dormir, o entonces todas las noches serían un jodido infierno. No podía sacarme de la cabeza la imagen de mamá, pero aquello no podía condicionar mi decisión de permanecer despierta toda la noche. No, no sería mi primera vez, era una experta en pasar la noche sin dormir. Pero ahora me parecía todo un desafío.
Inspiré, llenando mis pulmones de un húmedo y fresco aire. Un aire que solo se podía encontrar en un lugar abierto, lejos de la agobiante luz solar.

Las estrellas relucían como pequeños puntos blancos en un gran lienzo negro y la luna se escondía por el horizonte. Metí la mano en mi bolsillo y saqué la caja de pastillas. Las observé y varios pensamientos cruzaron por mi mente.

¿Y si estaba cometiendo un error?

Lo mejor sería volver a casa, tomarme mi dosis diaria y dormir hasta la mañana siguiente, cuando mis demonios internos ya estuvieran dormidos.

–No. –me dije a mi misma convenciéndome de lo contrario.

La idea no era dormirlos, era matarlos.

–¿No qué? –Escuché a mis espaldas.

Me sobresalté y guardé rápidamente la pequeña caja de nuevo en un bolsillo. Era Ella, que al parecer seguía viniendo al parque por las noches.

–Nada, solo estaba pensando. –contesté sonriendo.

–¿Puedo preguntar que tenía a tu mente tan ocupada? –Me sonrío mientras se sentaba en el columpio de al lado.

–Oh, pues, pensaba en mi madre.

–¿Os lleváis bien?

Lo pensé por un momento. ¿Qué debía responder?

–Eso me gusta pensar.

–Bueno, eso está bien.

–Sí, está bien.

Miré de nuevo al ennegrecido cielo. Si hubiera sido pequeña, probablemente habría pensado que mama estaba ahí, que era una de esas pequeñas estrellas que resplandecían dando luz a aquella la oscuridad; iluminando el espacio. Ahora era mayor, y sabía que mamá no estaba en el cielo, ella no estaba en ninguna parte más que en mis propios recuerdos.
Y por algún motivo el único recuerdo que tenía de ella era su cuerpo inmóvil en la cama.

–¿Y tú? –pregunté.

–¿Yo qué?

–Si te llevas bien con tu madre.

Lo pensó por un momento, mientras miraba concentrada hacia abajo.

–No lo sé. Creo que cada vez peor. –La miré curiosa–. Estamos teniendo unos días duros, y supongo que el estrés le ha pasado factura.

La entendía.

–Yo también.

–¿Por eso no viniste los días anteriores?

La miré detenidamente. Quizás con ella pudiera abrirme un poco más. Al fin y al cabo, de lejos éramos unas desconocidas, como dos personas que no tienen relación entre ellas, de dos mundos distintos, que cada noche al caer el sol, se juntaban y comentaban sus secretos, sabiendo que no habría ningún efecto colateral por ello.

La luna sabía más de nosotras, que el sol de nadie.

Cogí de nuevo la caja y se la enseñé. Ella la observó con el ceño fruncido.

–¿Son para dormir?

–Sí. Llevo tomándolas un tiempo, intento superarlo, por eso he vuelto.

–Parecen fuertes. ¿Dónde las conseguiste?

Fruncí los labios.

–Una farmacia aquí cerca. –contesté señalando la calle por donde se iba.

–Mierda. –susurró.

La miré confusa e insegura, pensando que quizás había hecho mal contándoselo.

–¿Qué pasa?

–¿Eran para tu madre?

Abrí los ojos completamente, asombrada.

–¿Cómo? –musité–. ¿Cómo lo sabes?

–¿Me creerías si te digo que en esa farmacia trabaja un amigo mío?

Dejé caer mi cabeza y me di unos golpecitos con la mano en la frente. No podía tener peor suerte.

–Sí Ella, creo que sí.

Ella rio.

–El mundo es un pañuelo, quien diría que él hablaba de ti.

Me sorprendió que le hablara a Ella de mí, aunque, quizás había sido yo, con pintas de una fiestera que solo bebe y no duerme, la que había tenido la culpa al destacar en la farmacia.

–¿Qué te dijo?

–Nada, solo lo comentó.

Nos quedamos en silencio por unos eternos minutos, que parecieron mucho más largos de lo normal, hasta que Ella lo rompió, y no con un cuchillo, sino con una sierra.

–Creo que sé por lo que estás pasando.

La miré.

Ella no podía saberlo. Solo mi padre, hermano, y médicos lo sabían. Yo obviaba que toda la información era privada, y de un día para otro no se publicaría.

–¿Ah sí?

–Algo así. Creo que no tardaremos en saberlo todos.

–¿Qué quieres decir?

–Nada. Nada que ahora importe realmente.

Me callé, no sabía que responder a aquellas insinuaciones, así que simplemente no dije nada. Me balanceé en el columpió inmersa en mis pensamientos, atemorizada porque no tenía sueño aun siendo de madrugada y sin haber dormido, ¿Era aquello un síntoma del virus, o algo normal?
Respiré profundamente tranquilizándome. Tenía que mantener mi mente y mis pensamientos bajo control, o probablemente entraría en pánico.
Aburrida, me levanté y subí al pequeño parque, que, aunque era de niños pequeños, me parecía muy cómodo sentarme en la parte de arriba del tobogán. Bien, pensé, estaba claro que iría poco a poco. Cogí la caja de pastillas y la abrí, repasando cuantas quedaban.
Una. Solo una. Por tanto solo una noche más. Protesté en silencio, eso quería decir que tendría que volver a aquella farmacia.

Con aquel chico.

Que, aunque me seguía cayendo mal, no tanto como antes, ahora que sabía que era amigo de Ella la situación era un poco distinta. Lo que no quería decir que no estuviera enfadada por lo de la última vez.

–¿Qué has hecho hoy? –le pregunté a Ella. Quería seguir hablando con ella.

–Nada la verdad, me he despertado, he ido al insti, he comido, cenado, ¡Y aquí estoy!

–¿Vas al insti antes de navidad?

Ella bufó.

–Sí. Suspendí una, para recuperarla tengo que ir.



#4133 en Joven Adulto

En el texto hay: muertes, amor, triangulos amorosos

Editado: 10.12.2021

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