—No me puedo creer que lo hayamos hecho. —dije.
—¿El qué? —preguntó Daimon mientras comía de una lata de alubias que no tenían muy buen aspecto.
—Quemar la gasolinera.
—Era la única opción. Eso o morir. No digo que morir esté mal, pero supongo que era mejor quemarla.
—Visto así, deberíamos quemar el mundo entero.
—El mundo entero no necesita nuestra ayuda para quemarse, Gritona. —dijo con una sonrisa que hizo que me estremeciera. ¿Por qué tenía que hacer eso? ¿No podía sonreír con una sonrisa normal? Sin que pareciera una burla o tan seguro de sí mismo. Me hacía sentir torpe.
—Supongo que no. —contesté apartando la mirada.
Me odié a mí misma por esas reacciones, e intenté aferrarme a la imagen que había tenido de Daimon al conocerle.
Era ya por la mañana, habíamos decidido comer antes dado al hambre que teníamos. Además, llevábamos un día entero sin ingerir ningún tipo de alimento. El fuego aún permanecía encendido en varias partes. No obstante, donde antes había estado la gasolinera, ahora había ceniza. Era como si hubiera muerto. Donde había algo, ahora no había nada.
—¿Despertamos al resto? —pregunté mirando el interior del coche, donde mi hermano, vago de nacimiento, y Ella, estaban durmiendo tapados con unas finas chaquetas.
—No. Subamos y sigamos la ruta, ya se despertarán.
No contesté, solo hice lo que dijo. Entré en el coche y me apoyé en la ventana, cansada de todo lo que estaba pasando. Después entro Daimon, y en varios intentos logró arrancar aquel trozo de chatarra. Volvió a la carretera, y sin atender a ninguna señal de tráfico, o regla, emprendió rumbo a Toulouse.
A los alrededores había campos, montañas e incluso en algún momento bosques. Pudimos ver animales sueltos, como vacas o caballos, que habían perdido a sus dueños y ahora corrían en libertad.
—¿Cuánto falta? —pregunté.
—¿Cuánto quieres que falte?
—¿Acaso lo que yo quiero cambiará algo? –Su sonrisa, alargada y prepotente lo dijo todo.
—Inténtalo.
Pensé unos momentos mi respuesta, aunque teniendo miedo de lo que haría.
—Media hora. —probé.
Ver su cara, divertida y con un extraño brillo en los ojos fue suficiente para advertir lo que iba a hacer. Pisó el acelerador con fuerza y se juntó a su asiento, haciendo que el coche fuera tan rápido que parecía que si Daimon quisiera pudiera sortear las leyes del universo, jugando a ser Dios. Abrió la ventana y gritó, él con adrenalina, yo asustada.
—¡Daimon! —dije—. ¡Baja la puta velocidad!
—¿¡Tienes miedo Jane!? —insinuó.
—¡No! ¡Pero prefiero vivir!
Él rio, mientas volvía a la normalidad.
—Tú lo habías pedido, y tus palabras son órdenes. —ironizó.
Respiré aliviada y mi corazón volvió a su ritmo normal.
—No lo vuelvas a hacer.
—¿Hablas de ir rápido o de hacerte caso?
—¡Ya lo sabes!
Él se acercó a mí con una sonrisa, y yo retrocedí con un inminente y absurdo nerviosismo.
—No. No lo sé. –Iba a contestar, pero Ella me salvó de la situación.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó cansada.
Me giré hacia ella y la observé, parecía molesta. No me extrañaba.
—Pregunta a tu amigo.
—¿Daimon? –Él bufó.
—No es para tanto, solo he acelerado un poquito.
—¡¿Un poquito?! —exclamé.
—Sí. Un poquito, pero tú, Gritona, eres una exagerada.
—¡¿Yo!? Venga ya, Daimon, ¡Casi nos matas!
La discusión siguió por varias horas, aunque no fue en serio, no al final, cuando ya nos tomábamos la situación a broma. El tiempo fue pasando y a mitad de este despertó un hambriento John, por el cual tuvimos que parar a que pudiera coger algo de comida del maletero.
Recuerdo haberme dormido en algún momento, aunque sin darme cuenta o ser consciente de ello. El trayecto pareció largo, pese a reconfortante. Se asemejaba a un viaje familiar. Aunque mi familia estaba muerta. Suspiré y volví a unos pensamientos más positivos. Según los grandes carteles de la carretera nos acercábamos a nuestro destino: Toulouse.
No sabíamos que teníamos que hacer exactamente, no sabíamos realmente nada, pero aparentábamos que sí, como si fingirlo fuera a hacerlo real. Cogí la gran libreta donde estaba apuntando todo lo que sabía –de forma definitiva– del virus, sin que fueran simples suposiciones.
"Los contagiados no suelen tener relación entre ellos" Escribí. Fue una de las primeras cosas que habíamos aprendido.
"El síntoma principal de la enfermedad es el insomnio"
—¿Qué escribes? —preguntó Ella observando desde atrás.
—Un virusario.
—¿Virusario?
—Sí. —contestó Daimon mirando la carretera—. "Ario" quiere decir "relacionado con", así que Virusario, significa relacionado con los virus. –Sonreí triunfante al ver que se había aprendido lo que le enseñé. Sin embargo, y como debía pasar, la jodió.
—Lo que no quiere decir. —añadió—. Que suene bien.
—Ya veo. —respondió Ella—. ¿Por qué no le pones el nombre del virus?
—Porque no sé cómo se llama.
—Cierto. ¿Crees que los chicos a los que vamos a ver sabrán si tiene nombre?
—Les preguntaré.
—Hablando de los chicos. —dijo Daimon parando el coche—. Hemos llegado.
—¿¡Ya!? —exclamamos a la vez Ella y yo.
—Llevamos más de un día en la carretera, si no lo hubiéramos hecho entregaría mi alma al virus. –Rodé los ojos por su inventada expresión, pero me pareció útil. La usaría.
—John, usa tu magia. —le pidió.
—Lo siento, tío. —contestó él—. Ahora mismo no estoy muy proveído de alguna droga.
—Joder. —exclamé—. No seas estúpido, ni se te ocurra sacar una de tus cosas, John, él habla de la máquina para hablar.
—Ya lo sé, Jane. —admitió—. Lo mío solo era una oferta. –Bufé mientras John se reía de su propia broma, antes de coger la radio y darle a unos cuantos botones.