Emma.
Recordaba que cuando era pequeña no me gustaba dormir sola. Mamá nunca fue una opción porque cada que iba a su habitación, la puerta mantenía el pasador justo para que yo no entrara. Y no eran meras suposiciones. Cada que lo hacía, corría a mi habitación luego de minutos tocando en la puerta de ella, y al día siguiente, me regañaba por despertarla.
Pero nunca me abría.
Papá y ella no dormían juntos, pero prefería tirarme en el sofá junto a nuestros perros que soportar los regaños de mi padre.
Había noches en que simplemente lo dejaba pasar y caía rendida un par de minutos después de dar vueltas en mi cama, pero otras en las que no soportaba el insomnio, me escabullía en los pasillos hasta llegar a la habitación de alguno de mis hermanos.
Tenía prohibido tocar a sus puertas por las noches, pero bastaban un par de toquecitos suaves en la puerta de alguno de los dos para que tuviera una cama en la que dormir y unos brazos rodeándome.
Ellos eran mi lugar seguro, siempre lo habían sido.
Y era justo por eso que sabía que justo ahora, el único conforte que necesitaba y me negaba a admitir en voz alta, eran los brazos de alguno de mis hermanos estrechándome con fuerza. Como esas veces que se iban a acampar con el abuelo y yo me quedaba en casa. Cuando volvían, yo simplemente me enganchaba en el cuello de Ed y me encaramaba en la espalda de E.
Decían que era una pegajosa, pero las sonrisas que me daban cuando lo hacían, me aliviaban.
—Te extrañé tanto.
El murmullo de mi hermano mayor contra mi cabezo no me movió ni un poco de su pecho. Lo escuché reír. No era de demostrar afecto hacia nadie a menos que se tratara de mí.
—¿Dónde demonios estabas, Emma? —Me tensé, pero lo abracé con fuerza—. Estamos preocupados por ti. Y ¿qué demonios le hiciste a tu cabello?
Besó la coronilla de mi cabeza, pero me negué a mirarlo sacudiendo mi cabeza y apartándome de su abrazo. Lo escuché suspirar. Me conocía lo suficiente como para saber que su hermana menor era más terca que una mula. Y mi cabello rubio ahora castaño había pagado las consecuencias.
Sin pedir permiso, entré al espacioso lugar que yo misma había decorado años atrás cuando lo adquirió. Sonreí al darme cuenta que a pesar de los años, esto seguía igual que desde el primer día.
—Todo sigue igual por aquí —hablé una vez me recosté en el sofá rojo que llenaba toda la sala. Era lo que más me gustaba de todo esto. Cuando consiguiera un lugar propio, le rogaría que me lo diera.
—Han pasado dos meses desde la última vez que nos vimos, no dos años, Emma —se burló, acercándose.
Con falsa molestia expresada en su rostro, tomó mis pies en sus manos, los levantó y tras hacer una mueca de disgusto para enojarme, se sentó, colocándolos sobre su regazo.
—Si me haces un masaje no me quejaré —anoté esperanzada.
Él bufó, pero para mi sorpresa, hizo lo que le pedí.
—¿Cómo van las cosas en la empresa?
Se encogió de hombros sin mirarme, su atención puesta en la chimenea artificial frente a él.
—Lo normal. —Su voz no vaciló y como siempre que hablaba sobre el tema, adoptó un tono profesional—. Trabajo y más trabajo.
Asentí, aunque no me veía. Cerré los ojos, aferrándome a los minutos de tranquilidad mientras el tiempo transcurría. Teníamos todo un día juntos, pero prefería quedarme aquí.
—Me preguntaba si...
Levanté mi mano cuando rompió el silencio para evitar que continuara. Sabía exactamente cuál iba a ser el rumbo de su conversación. Y además, dejó de masajear mis pies.
—No pienso trabajar para ti, E. —Hice una mueca—. ¿Sigues...?
Moví mis dedos, riendo. Haciendo un pequeño puchero siguió masajeando mis pies.
—Tengo un trabajo y me gusta. No quiero involucrarme en el negocio familiar.
—Mi negocio no es el jodido negocio familiar, Emma —siseó con molestia.
Reí por lo bajo, ganándome una mirada cargada de advertencia. Como si me importara.
—Además, ¿Qué demonios sucedió? —Guardé silencio—. Emma...
—Debes jurar que no llevarás esto más lejos y no le dirás a Ed, mucho menos enfrentarás a papá.
Sus ojos vacilaron al clavarse en mí y tal como lo supuse, sacudió rápidamente la cabeza. Él no hacía promesas que no estaba dispuesto a cumplir.
—Me vas a decir y yo decidiré si le arranco o no la cabeza al muy bastardo.
Me encogí un poco ante el tono lleno de rabia que no se molestó en ocultar. Por lo general, no lanzaba palabras groseras en contra de nuestro padre en mi presencia, pero ya sabía que algo tenía que ver con lo que pasó, no era idiota.
Por mucho que papá quisiera decir lo contrario en su círculo social, sus hijos competían en silencio por el premio de quién odiaba más al hombre. Todos habían tenido su cuota de desprecio y mano dura de su parte, y a cada uno lo había afectado de manera distinta.
Yo era la tonta que aún tenía fe en él.
—Entonces no te diré —mencioné, decidida.
—Sabes que puedo ir donde Elena y hacer que me diga.
Sonrió mostrando su perfecta dentadura. Su mirada cargada de burla se instaló en mí.
—Deja a Elena fuera de esto. —Lo apunté, incorporándome en mi lugar—. Mi mejor amiga no es tu fuente de información.
—Si no he hecho un movimiento en su dirección es por ti, sé que me matarás si le rompo el corazón —murmuró, pero esquivó mi mirada cuando intenté ir más allá. Algo cambió en su postura.
— Y eventualmente eso es lo que pasaría —sentencié—. ¿Nunca vas a cambiar, E?
Lo miré con tristeza. Lo amaba, pero algún día jodería con la chica equivocada y terminaría en un problema. No siempre esa sonrisa que se cargaba lo iba a sacar de apuros como antes y sabía que, si molestaba a Elena, no solo yo le arrancaría la cabeza.
—No soy material de marido como quieres creer. —Sonrío. Esa sonrisa arrogante que lo caracterizaba—. Si Elena se hizo esa idea no es mi problema, Emma.
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Editado: 02.04.2024