Invierno Cruel

C A P Í T U L O 1 4


LOCURA INCINERADA

 

- JOYCE -


 

—¡Empezando el descenso, general! —habló el hombre que dirigía el helicóptero, teniendo que alzar la voz por el ruido de la hélice. Había pasado al menos media hora desde que partimos del búnker.

Uno de los soldados me quito el saco de la cabeza en un arrebato. La luz del exterior hizo que me doliera la cabeza y casi no pude ver con claridad hasta que el helicóptero aterrizó en el pavimento frente a la institución.

Me bajaron a tirones y me soltaron al tocar el suelo. Observé la institución, la subdirectora Barrowman estaba al pie del umbral, esperando. Le clave la mirada unos segundos y la aparté, no creía ser capaz de mantener la compostura sin perder el control en algún punto.

Lambert bajó del helicóptero y los soldados volvieron a empujarnos al interior del lugar. Ella entreabrió los labios para decir algo apenas nos acercamos, sin embargo, fue interrumpida por el tono glacial de la general Pollock.

—A partir de ahora yo doy las órdenes en este lugar, Barrowman —espetó —. Instrucciones de tu jefe —añadió antes que alegara cualquier cosa.

La subdirectora calló, mostrándose nada contenta con aquella decisión tan inoportuna.

—Necesito que nos proporcione una sala vacía en la primera planta.

—Síganme —indicó, haciendo un ademán con la mano.

Atravesamos los pasillos hacia el ala oeste, llegando a una de las salas que utilizaban para impartirnos una que otra clase sobre cosas que "necesitábamos conocer".

Barrowman abrió la puerta y los hombres nos metieron en la sala. Unos de ellos salieron a buscar cuerdas y cuando las tuvieron, acercaron dos sillas, colocándolas en cada extremo de la habitación. Me pidieron que me quitara la chaqueta, luego nos ataron a la silla, con las muñecas por detrás del respaldo y los tobillos a las patas delanteras de esta.

Cuatro soldados se quedaron ahí dentro, dos detrás de nosotros y los otros en la puerta.

La general Pollock descolgó su arma, entregándosela a uno de los hombres a sus espaldas, situándose al centro de la sala, entre el espacio que nos separaba a Lambert y a mi.

—Muy bien, les haré unas preguntas bastante fáciles de responder, solo tienen que cooperar —empezó, haciendo crujir sus nudillos.

Nos miró e inhaló profundo.

—Número uno —anunció —. ¿Alguno de ustedes está infectado?

—No —contestó Lambert por los dos.

—¿Por cuanto tiempo estuvieron en el búnker?

—Un mes.

—¿Qué tanto contacto tuvieron con el otro lado?

—Ellos no eran del otro lado —espetó Lambert, negándose a las suposiciones de la general y de aquel hombre.

No lograba comprender a que se referían con el otro lado. Tal vez fuera una especie de oponente u obstáculo que les causara problemas, unos bastante grandes. Tampoco era capaz de meterme la idea a la cabeza que Roderick y Mara estuvieran en semejante bando, si es que todo girase en torno a aquella cuestión en este lugar.

—Tu no aseguras esa información.

—Me hubiera dado cuenta.

—¿Y tú que sabes de ellos, Baird? —contraatacó —. No has visto lo que han hecho.

—No creo que sean tan diferentes a tus hombres y a ti, Ciara.

Dando un paso al frente, le propinó un duro puñetazo en la cara que me hizo saltar del susto. Lambert parpadeó despacio cuando la general lo agarró del cabello, echando su cabeza hacia atrás.

—No te atrevas a volver a hablarme de esa manera, soldado —rechistó con fuerza —. Y para ti soy la general Pollock, ¿está claro?

La vio a los ojos de la misma manera que lo había hecho en el búnker. Eso fue suficiente como para darle una respuesta a la general, soltándolo al instante.

Cuando esa mujer se alejó, pude ver su labio inferior rojo. Lambert giró la cabeza y escupió la sangre que se había acumulado en su boca, sin importarle lo poco correcto de su acción o el dejar una mancha en el suelo. Ella hizo una mueca de disgusto y tomó aire, como si de esa manera pudiera deshacer su ira.

—Prosigamos —anunció —. Esta vez respondes tú, niña.

Movió la cabeza en mi dirección y, sin muchos ánimos, asentí.

—¿Nombre?

—Joyce.

—De acuerdo, Joyce —inició, estirando el brazo.

Uno de los soldados a mis espaldas le tendió la chaqueta y del bolsillo sacó el tubo de metal.

—¿De dónde sacaste esto? —interrogó —. No creo que un tubo de prueba sea un objeto que los chicos de esta institución puedan poseer, es un tanto... —argumentó, al mismo tiempo que presionaba uno de los botones y de la parte inferior salió disparada una aguja enorme —. Peligroso.

Moldee un poco a favor mi respuesta.

—Lo tomé de la zona azul —mentí.

—¿La del búnker?

—La que está en el ala oeste de la institución.

La general volvió a presionar el botón y la aguja se contrajo. Al cerrar el puño sobre la tela para formular otra pregunta, apartó su mirada y la regresó a la chaqueta, analizándola por unos segundos hasta darle un pellizco en donde terminaba el cierre. Le dio el tubo a uno de sus hombres y se acercó de imprevisto, aferrando su mano enguantada a mi mentón.

—Buen intento, mentirosa —dijo entre dientes.

—¿De qué estás hablando? —interrumpió Lambert, atrayendo la atención de la mujer.

—Una micro cámara —reveló, mostrando un dispositivo del tamaño de un botón con una mancha amarilla —. Cortesía del otro lado.

La expresión de Lambert se tornó una mezcla de sorpresa, decepción e ira.

—Si lo implantaron, confirmaría nuestras sospechas —añadió, frunciendo el ceño —. A menos que este con ellos.

Los hombres en la puerta aferraron sus manos a las armas que llevaban y los de atrás le quitaron el seguro, esperando la más mínima señal para poder tirar del gatillo.



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En el texto hay: misterio, ficcion juvenil, apocalíptica

Editado: 18.03.2024

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