Aquél día pasó más deprisa de lo que esperaba.
Me negué a volver a casa hasta que amainara la irritación de la garganta. Podía imaginarme perfectamente lo que mis padres ―o mi madre, dado que a esas horas estaría ella sola― dirían si me vieran entrar con semejante marca. Seguramente empezarían a especular qué me había sucedido. Si estaba en algún lío, porque ya eran dos veces que regresaba a casa magullada. Luego me preguntarían asustados, ―por si todavía no había asegurado que estaba bien las suficientes veces― si los hombres que me habían atacado hacía dos noches me habían seguido otra vez. Más tarde, después de la preocupación, llegaría el enfado. Me regañarían por tener poco cuidado y me obligarían a dejar el trabajo, porque antes estaba la salud. Mis padres eran así. Aunque, pensándolo bien, seguramente todos los padres eran así cuando se trataba de sus hijos. Y todo esto sin contar que habría llegado antes de trabajar y tendría que dar mil explicaciones. Así que no. No fui a casa después de escapar de la supuesta casa de Dylan.
Por otro lado, el Dylan invisible había estado disculpándose todo el tiempo. Parecía realmente afectado y me había asegurado que no volvería a dejarme hacer semejante idiotez nunca más. Tampoco habló mucho durante el resto de la tarde, pero si lo hacía era para disculparse. Algo que empezó a irritarme pasados unos pocos minutos. Finalmente, terminamos discutiendo dentro del coche como nunca había discutido con nadie. No creía que pudiera llegar a enfadarme tanto, pero me equivocaba. Dylan lo había conseguido. Desde que habíamos entrado en esa casa que el Dylan que había estado conmigo mientras tenía fiebre y el que bromeaba por cualquier cosa… había… desaparecido. Es decir, más o menos seguía siendo él. Se molestaba por ciertas cosas que decía, me tomaba el pelo en ocasiones… Pero tenía cambios de humor que no entendía. Era más reservado, más irritable y menos seguro de sí mismo. No es que antes lo fuera, pero parecía más bien indiferente. Había perdido aquello que tanto me había gustado de él la primera vez que lo vi. Parecía afectarle muchísimo más el ser invisible. Y por esa razón terminamos discutiendo. Frecuentemente.
No obstante, había algo que no había cambiado.
― Estas patatas están realmente buenas. ¿No quieres ninguna? Apenas has comido.
― ¡Ya no quedan, idiota! ¡Te las has acabado tú todas!
Seguía teniendo un morro que se lo pisaba.
***
Cuando llegamos a mi casa no había nadie. Encima de la mesa reposaba una única nota que rezaba;
Hemos ido al aeropuerto a buscar a tu hermano. Volveremos tarde. Te he dejado la cena preparada.
Besos, mamá y papá.
Claro. Hoy regresaba mi hermano del Erasmus. Lo había olvidado. Aunque después de todo lo que había pasado no me extrañaba.
Arrugué la nota y fui hacia la cocina. En realidad estaba muerta de hambre. Y apostaba cualquier cosa a que Dylan también.
― ¿Qué quieres comer? ―le pregunté mientras sacaba mi plato del microondas.
― No tengo hambre ―contestó. Puse los ojos en blanco y me giré con el plato en la mano.
― Claro, como te has comido todas mis patatas… ―murmuré.
Avancé hacia el comedor con un vaso en la otra mano, pero Dylan no se movió del sitio. Lo supe porque no lo había escuchado apartarse. Me quedé quieta.
― Siento mucho haberte robado las patatas… ―dijo con un claro tono irónico.
― No. No lo sientes ―dije intentando pasar.
― ¡Entonces no me lo repitas más! ―me gritó.
Su brazo me dio un codazo mientras pasaba y logró tirarme el plato con un poco de pasta recalentada al suelo. Me quedé quieta pegada a la pared mirando el plato. Luego miré hacia donde se suponía que estaba Dylan.
― ¿Se puede saber qué narices te pasa? ―le grité a mi vez―. ¡Lamento mucho que no haya ido bien la excursioncita… pero no es motivo para enfadarte conmigo!