El pueblo estaba muy animado. Todos tenían una labor importante que realizar. Los niños jugaban, sus padres recolectaban o pescaban en el río, un grupo araba los campos, otros cargaban la madera. Me quedé mirando hacia todas partes con la boca abierta y por poco le pierdo la pista al hombre que había conocido en la cueva. El padre del pequeño Edahi…
Vista de cerca, lo que desde lejos me había parecido paja, era en realidad un conjunto de ramitas colocadas de forma alterna formando una especie de capuchón. Seguramente revestido con madera o ramas más gruesas. Algunas cabañas tenían las paredes de caña y material adherido, pero la mayoría estaban hechas de una mezcla con aspecto entere el barro y el cemento. Lo más probable era que estuviesen hechas de cualquier cosa que tuviesen a mano… Aunque, por un artículo que leí hace tiempo sobre los materiales que utilizaban los indígenas, mejor no ahondar en ese tema…
El hombre entró sin vacilar y lo seguí con precaución. El interior no era muy espacioso y disponía de una única habitación. No tenían muchas posesiones, pero lo básico para tener cierta comodidad. Había un lugar para dormir, con mantas con tejidos fabulosos. También había jarrones de barro, cestas con comida… Sin embargo, lo primero que vi fue a las dos mujeres que tejían en medio de la casa. Una de ellas era joven, con el cabello en una única trenza evitando que entorpeciera su trabajo. La otra era una anciana. Ella se encargaba de convertir el algodón en hilos finos para dejarlos, una vez finalizados, dentro de una cesta. Las dos mujeres, seguramente madre e hija o suegra y nuera, charlaban despreocupadamente hasta que repararon en mi presencia.
― ¿Izel, queda algo de la comida de esta mañana? ―preguntó el hombre dirigiéndose hacia la mujer joven. Esta dejó de tejer y se levantó con cuidado.
― Creo que todavía tengo algunas tortas de maíz, y algo de atole ―murmuró la mujer mirando hacia donde estaba yo.
Mi rostro no cambio, estaba demasiado aturdida para ello. Así que me dediqué a seguir con la mirada a la mujer mientras buscaba aquello que había dicho que quedaba. Sin preguntar quién era ni por qué estaba allí. La anciana ni siquiera me miró, continuó hilando el algodón sin prestar atención a nada más.
― Creo que con eso habrá suficiente ―murmuró el hombre. Luego se volvió hacia mí―. Siéntate, pequeña. Pareces cansada.
Era cierto. Lo estaba. Y también muy confusa. Sin embargo, aunque no me sentía cómoda y mucho menos segura, miré hacia el suelo y decidí sentarme encima de una esterilla con dibujos y cenefas minuciosamente gravadas. Si no hubiese sido porque la anciana también estaba sentada encima de ella me habría contenido, pero era evidente que no iba a encontrar ninguna silla donde sentarme. Y a pesar de parecer una obra de arte más que una especie de alfombra, era bastante cómoda.
La mujer apareció minutos después con un plato medio lleno de tortitas de maíz humeantes y una jarra de barro pequeña llena de… algo. Seguramente sería lo que la mujer había llamado atole. Miré el contenido en cuanto me lo tendió, no era una sustancia líquida del todo y tenía un color blanco no muy apetecible. Alcé un segundo el rostro hacia la mujer. Ella me observaba con una mirada cálida y una sonrisa en el rosto cuando dejó el plato con las tortitas en medio de los cuatro. Luego se sentó al lado de su marido.
― ¿Cómo te llamas? ―preguntó la mujer con una voz más dulce de la que esperaba.
Dejé de observar a la mujer y me concentré en el líquido blanquecino de la jarra como si fuese la cosa más interesante del mundo ―interesante, no lo sé, pero repugnante… es posible― Intenté relajar mis nervios y me vi apretando las manos alrededor de la jarra mientras seguía buscando las palabras para contestar.
― Er… ―Pero mi voz se quebró antes de que pudiera terminar de pronunciar mi nombre. Apreté los labios en un intento de mantener la calma.
― Er ―repitió la mujer―. Es un nombre extraño para una mujer ―comentó.
―Izel… ―murmuró el hombre recriminándola. Ella rió un poco y sacudió la mano para quitarle importancia―. Tu sinceridad te traerá problemas…
― No te preocupes, Yareth. No creo que nuestra invitada opine distinto ―comentó―. Pero los nombres son el primer regalo que se nos ofrece. Y ya sabes qué dicen de los regalos. Tanto pueden ser bendiciones como maldiciones…