Isadora

Capítulo XXIX: Dulce amor

Durante mi niñez creía que el entorno que me rodeaba era el mismísimo Olimpo. Consideraba que los dioses eran aquellos entes naturales que podíamos percibir; Nyx era la hermosa luna plateada, Hémera el intenso sol, Zeus los imponentes rayos, Hades la tierra fértil, Poseidón el infinito océano, Atenea un sabio roble, Afrodita una dulce flor... Y no era —ni es aún— disparatado pensarlo así al escuchar las historias que contaban; sin embargo, a medida que iba desarrollando mi capacidad de entendimiento comprendí que se basaba en algo más que eso, y me vi forzada a indagar en el tema.

Me definía por ser curiosa, entrometida y calculadora; era un retoño que comenzaba a florecer y como consecuencia cuestionaba cualquier cosa que no se pudiera demostrar de manera lógica, llegué al punto en que, a pesar de las insistencias de Hesper, no creía en ninguna religión. Y cuando ella murió, de cierto modo, esa parte escéptica de mí, también.

Por supuesto, no comencé a apoyar todas que pudiesen existir, simplemente dejé de cavilar cada detalle sobre las creencias de los demás y me concentré en las mías que, como ya había mencionado a priori, se trataban de admitir la presencia de creadores, dioses, entidades con habilidades superiores a las nuestras —o como fuera que debiera llamarlos—, sin alabarlos como se acostumbraba, pues no creía en el destino de nuestras vidas escrito por nadie más que mí misma y no sentía la necesidad de agradecerle a nadie que por lograr o tener algo. Era tan diferente a como soy ahora...

Y para la fecha en que estaba en Hydra convaleciendo gracias al poder del collar, rodeada de dioses y magia, me arrepentía de nunca haberle hecho caso a mi hermana, de haber sido tan cerrada ante todas sus ideas...

No fui justa, así como ellos se mostraban conmigo para entonces: no me explicaban qué hacía el hechizo en que trabajaban, no me decían con exactitud cuál era el plan contra Nyx, no me enseñaban a leer pensamientos o a controlar mis poderes cuando ya había aprendido que eran cruciales para sobrevivir; cuando ya comprendía que esa energía nunca dejaría de ser parte de mí. Y lo más importante, Altaír no cumplía su promesa de averiguar por qué nadie sabía de la existencia de Hesper.

Y estaba frustrada.

Y débil.

Me costaba más de una respiración profunda levantarme de la cama y vestirme, apenas podía mantenerme despierta por un par de horas... Sentía que moría lenta y tortuosamente cada día que transcurría. Y el que Afrodita aún no hubiera aparecido hacía que el ambiente se tornara más tenso y tedioso: Anieli no dejaba de leer pergaminos y libros antiguos, Eros invocaba a su madre cada vez que podía sin obtener respuesta, Atenea y Hémera se concentraban en meditar en las afueras de la cueva, Aure siempre estaba ofreciéndome infusiones y cremas que se suponía debían aliviar el dolor de mis articulaciones, y las interacciones entre el rizado y yo se resumían a preguntas sobre mi estado físico, sobre la tenue aura que se formaba a mi alrededor.

No me sentía cómoda al saberme en la cúspide de una montaña en donde lo único que conseguía era miradas preocupadas, y tampoco me agradaba la idea de que la progresividad de mi sosiegues dependiera de alguien que, claramente, no le importaba lo que ocurriese conmigo. Sí la diosa del amor y la belleza no acudía pronto, era probable que terminara cayendo en un estado de languidez absoluto.

Sin embargo, la síntesis correcta para lo que me sucedía era que estaba aterrada. Aterrada de que a la final, después de la porquería que habíamos pasado, todo aconteciera de la manera en la que Nyx lo planeó desde un principio.

La mullida superficie en la que me encontraba se moldeaba a la perfección a mi cuerpo, las sábanas rojas de satín se resbalaban por mis piernas desnudas, y pequeños rayos de sol se colaban por un orificio en la pared que fue cubierto con una amplia hoja amarillenta. Mis ojos luchaban por no decaer ante la luminosidad de la estancia y mis oídos trataban de conectarse con los sonidos tropicales que provenían de afuera mientras mi mente no se detenía a pensar en el rugir insistente de mi estómago, sino en cómo me levantaría de la cama.

Me senté con la más íntegra cautela, busqué con la punta de mis pies las pantuflas de terciopelo negro y, una vez que me las enfundé, me encaminé hacia el armario a mi izquierda, sujetándome del dique de piedra. Me puse una bata que me cubriría del frío mañanero y salí de la habitación en dirección a la cocina, donde Altaír estaba muy concentrado en decorar con diminutas moras unos panecillos con yogurt y chocolate blanco.

Deslicé mi mano por su espalda como saludo y me acomodé en la butaca con los codos apoyados en la encimera. Él me sonrió, de una manera que hacía un largo rato que no veía, y puso el plato con los tres panecillos frente a mí. Últimamente se dedicaba a hornear, mezclar y decorar postres para mí, y parecía ser todo un experto en ello.

— ¿Cómo te sientes hoy? —Preguntó, tomando una galleta de avena y pasas de un recipiente que nunca se hallaba vacío—. ¿Te siguen doliendo las piernas?



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Editado: 26.02.2018

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