Isla del Encanto

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–Esa niña no hubiese podido sobrevivir al mar o a los tiburones, Nattie. Te aseguro que nos encontrábamos en alta mar, alejados de cualquier clase de costa –dijo Sebastián mientras caminaba lentamente tratando de hacer a un lado los cientos de ramas que se atravesaban en su camino.

–Pero si me dices que nunca encontraron rastro alguno… y que era rubia, igual que la muchacha que viste esta mañana… –Natalie caminaba detrás de él, todavía con sus ojos verdes concentrados en los lugares que pisaba.

–Hay muchas rubias en este planeta –dijo él volteándola a mirar.

–Pero no en esta parte del mundo.

–No estamos tan lejos de la Florida, y en algunas de estas islas los ingleses vinieron para quedarse.

–La Florida está llena de latinoamericanos…

–Lo sé, pero en todo caso pienso que es imposible que ella hubiera llegado hasta aquí.

El diálogo de la atractiva, pero cansada pareja, se interrumpió de un momento a otro: se encontraron en la entrada de un claro de algo más de trescientos metros cuadrados en donde una pequeña cabaña de madera, acompañada por un toldo blanco bajo el cual colgaba una hamaca multicolor cerca de unos pequeños troncos, acompañaban el fogón de piedra que, unos metros más allá, aún producía el humo que Sebastián había visto desde la copa del árbol. El muchacho se volteó rápidamente llevándose el dedo índice de la mano derecho a sus labios indicándole a Natalie que guardara silencio. Avanzaron lentamente y con cautela mientras miraban a su alrededor. El suelo estaba cubierto por césped, aunque había partes en tierra, una clara señal de que el lugar llevaba habitado varios meses o inclusive años. Natalie se acercó a la hamaca en un intento por asegurarse que estuviese desocupada. Le pareció ver que algo se movía en su interior, pero por la clase de bulto, debía ser algo o alguien de tamaño reducido. Estiró la mano con algo de temor, tocó el borde de la tela suavemente tratando de apartarla y descubrir lo que se hallaba debajo de esta. Súbitamente pegó un grito producido por la aparición de dos pequeños micos que desde el fondo de la hamaca saltaron hacia ella. Uno de los animales se engarzó en un costado de su cabeza, afianzándose a su cabello naranja, mientras que el otro se colgó del cuello de su camiseta. Se comportaban como verdaderos animales salvajes, sus manos y sus patas arañando a la asustada muchacha mientras que la boca de uno de ellos le mordía el pelo, y la boca del otro atacaba su camiseta. Los gritos que continuaron fueron suficientes para que Sebastián saltara al rescate. Trató de tomar primero al que estaba en la cabeza de su amiga, pero el pequeño animal, al sentir el contacto de las manos del humano sobre su cuerpo, ocupó sus dientes en morderle la mano izquierda, lo que provocó que el muchacho lo soltara y se alejara un par de pasos mientras lo insultaba. Al mismo tiempo Natalie, gritando como nunca lo había hecho, luchaba por deshacerse del que atacaba su camiseta, la cual ya empezaba a mostrar señales de los destrozos producidos en algunas de sus partes. En medio de la trifulca, agradeció que ninguno de los dos hubiese decidido atacarle la cara. Sin embargo tenía la sensación de que los rasguños en su cabeza podrían traerle problemas serios, pensamiento que le dio la fuerza para seguir intentando deshacerse de los furiosos animales. Pero sus esfuerzos parecían no ser suficientes, y segundos después, la agresividad y la fuerza con que los dos animales la atacaban hizo que cayera al piso, primero sobre sus rodillas y luego sobre su costado. Sebastián volvió a acercarse, agarró al que atacaba la cabeza de su linda amiga, pareció por un breve instante que lo tenía dominado, pero solo bastó que el mico volteara a mirarlo, se fijara en él, e hincara sus dientes nuevamente en su piel. Volvió a saltar hacia atrás y miró a su alrededor buscando algo que le pudiera servir para golpearlo. Encontró un palo recostado sobre uno de los pequeños troncos ubicados cerca a la hamaca, se apresuró a tomarlo, pero cuando se dio vuelta tuvo ante sus ojos una imagen que jamás hubiese creído posible: la hermosa Michelle, llevando un vestido lila que dejaba al descubierto sus brazos, sus hombros y su cuello, corría descalza hacia ellos llevando lo que parecía ser una mochila tejida de hojas verdes. Bastaron menos de tres segundos para que la pelinegra de ojos azules llegara hasta ellos, tomara con una de sus manos al animal que atacaba la cabeza de Natalie y con la otra al que atacaba su pecho, los sujetara fuertemente mientras los zarandeaba, y los lanzara hacia los árboles con la misma facilidad de quien lanza una pelota de beisbol.

–¡Michelle! –exclamó Sebastián mientras se lanzaba a los brazos de la atractiva salvadora de Natalie.

La muchacha del cabello naranja se incorporó, pero antes de fijar la mirada en el abrazo de sus compañeros, detalló los rasguños recibidos en su pecho. La camiseta estaba parcialmente destruida, ya no cumpliría la función para la que había sido inventada, pero afortunadamente había logrado que, aparte de un par de rasguños en la parte baja de su cuello, la piel de su pecho no sufriera mayores traumatismos. Se cubrió el pecho con uno de sus brazos, siendo evidente que lo que quedaba de camiseta no lo haría, y palpó suavemente el costado derecho de su cabeza. Sintió humedad en las yemas de los dedos, los observó para constatar que se trataba de sangre, aunque llegó rápidamente a la conclusión de que la herida no podría ser muy profunda. Sintió algo de ardor, pero para su fortuna, el dolor no quiso hacer presencia.




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