—Hace un año celebramos este día con chocolates, pero hoy, incluso el cielo esta gris —comenta Daniel mirando las nubes.
—Deja de sonar tan deprimido —le reprendo. La verdad yo también me sentía triste, la noche anterior había dormido envuelta en lágrimas. Los señores Durand habían prometido volver al cabo de tres días, y este, era el último que pasábamos juntos.
—Toma —extendí una pieza de pan recién horneada que había cogido minutos antes.
Daniel tomó el pan y lo partió a la mitad para ofrecérmelo después.
—No tienes que dármelo, es tu cumpleaños.
—Solo por hoy, no crees que deberíamos celebrarlo juntos, tal vez no...
—Está bien —arrebato el pan de sus manos al verlo triste, había sido así desde que había aceptado irse del orfanato.
—Si este es nuestro último día juntos, no deberíamos de quedarnos sentados lamentándonos.
—¿Qué sugieres? —pregunta Daniel con desgano.
—Ven —extiendo mi mano, él duda por un instante, pero acepta.
—¿A dónde vamos? —pregunta mientras estamos corriendo. No supe responderle, tampoco estaba segura de lo que estaba haciendo, pero no quería verlo triste, y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para levantar su ánimo.
—Confía en mí —respondí. El orfanato nunca había sido un lugar muy grande, sobre sus muros asomaban los árboles del exterior, no podía evitar preguntarme como era el mundo fuera de aquí. En tiempos de hambruna reinaba un ambiente tétrico y desierto, los mismos árboles parecían cadáveres amenazantes que asechaban por encima del muro, no fue sino hasta hace unos meses cuando la vida volvió a crecer en los alrededores.
Levanté la cabeza al llegar, la primera vez que vine a esta parte, dicha pared de piedra me parecía inmensa; unos años después había crecido varios centímetros, aún era pequeña comparada con el muro, pero no se sentía tan intimidante como antes, además había visto a muchos niños treparla, sabía cómo hacerlo, pero nunca lo había intentado.
—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Daniel.
—Iremos a ver el exterior —respondo emocionada.
—Trep... ¿Treparemos el muro? —exclama horrorizado— ¡Si nos descubren nos castigarán!
—Tranquilo, tranquilo —pongo mis manos en sus hombros— Hemos roto muchas reglas, no importa si rompemos una más.
—Pero...pero.
—Muchos también lo hacen, todo estará bien si nadie nos ve —Daniel seguía preocupado— Está bien, si nos atrapan yo asumiré la culpa de todo, no tienes que preocuparte por eso.
—Pero no quiero que te castiguen, solo quedémonos aquí.
—¡Vamos! Será divertido —animo— Puede ser nuestra última oportunidad...por favor —suspira cansado, pero al final termina aceptando.
Después de varios intentos, finalmente logramos trepar la pared.
—¡Estás sangrando! —exclama Daniel preocupado, señala una herida en mi brazo derecho— Solo es un raspón, ni siquiera me duele —resto importancia. Una vez cruzamos el muro, nos quedamos viendo el lugar, aquel que tanto habíamos soñado.
—Es...Es horrible —dice Daniel desilusionado, yo exploto en una carcajada, provocando que él voltee a verme confundido.
El anhelado exterior no era más que un pueblo desolado, la mayoría de las casas estaban hechas de adobe, patrullaban por las calles un par de gatos desnutridos, los jardines reverdecían el ambiente, pero al mismo tiempo estaban tan descuidados que daban una apariencia más salvaje, la suma de todo lo anterior hacía que el ambiente de los alrededores se percibiera inquietante.
—¡Mira! Allá está la ciudad —señala Daniel.
—Había olvidado que esto era una colina —comento pensativa; un recuerdo vago cruza mi mente. ¿Cómo pude olvidarlo?
—No está mal, es agradable.
—Mentiroso, dijiste que era horrible —acuso con diversión.
—Solo estaba sorprendido, no lo sé, es diferente de como lo recuerdo, más solitario creo.
—Supongo que no fue buena idea —digo decepcionada.
—No, fue divertido, gracias. Al menos no hubo insectos o criaturas extrañas esta vez, solo trepamos un muro, ¡es el mejor cumpleaños!
Cuando el cielo empezó a oscurecerse fue el momento de regresar, el tiempo pasó más rápido de lo que quería. Después de cenar volvimos a escaparnos, esta vez para subir al tejado, que era nuestro lugar de encuentro más frecuente. Fue una noche fría, pero tranquila, hablamos de muchas cosas hasta quedarnos dormidos, y por unas horas todo fue perfecto.
El canto de un gallo nos levantó, el momento había llegado, permanecimos en silencio, se suponía que teníamos que despedirnos, pero las palabras eran dolorosas de pronunciar.
—Ellos vendrán pronto, deberías alistar tus maletas —sugerí.
—No tengo nada que llevar —comentó con tristeza. Daniel mantenía la cabeza agachada, pude ver como sus lágrimas se deslizaban y caían sobre el tejado— Isalia, yo... —echó a llorar.
—No sé, tengo miedo, de verdad... ¿Esto está bien? —pregunta mirándome a los ojos, era la primera vez que lo hacía. No pude contestarle, así que solo lo abracé con fuerza, no quería llorar, no podía permitírmelo, sabía que si lo hacía él se arrepentiría.