—Isalia, ¿estás ahí? —se escucha la voz temblorosa de la señora Sara, la cual me detiene antes de abrir la puerta. Reacciono sorprendida porque creía que aún seguía dormida.
—Debería de descansar, no ha pasado mucho desde... —mi corazón se encoje solo de recordarlo.
—Si, desde mi último colapso. Estoy empeorando, ¿no es así?
—La medicina funciona —le replico nerviosa tratando de rebatir sus palabras.
—No tienes que mentirme —reclama levantando ligeramente el tono de su voz—. Es demasiado evidente para ignorarlo; creo que moriré pronto... —titubea sosteniéndose de la pared, con una clara actitud nerviosa.
—¡No diga eso! Mientras tengamos la medicina todo estará bien.
—Isalia —dice ella con una voz tan suave que parecía estar a punto de romperse—. ¿Está todo bien?
—Por... Por qué preguntas eso tan repentinamente.
—No quería tener que incomodarte, sé que estás muy ocupada con tu trabajo, pero, últimamente te he notado algo extraña. Tú sonrisa se transformó en apatía, te has vuelto más silenciosa. Tú no eres así, incluso tu voz se escucha más triste. Así que dime la verdad, ¿está todo bien?
De pronto esa angustiosa sensación tan familiar brota en mi garganta y mi respiración comienza a acelerarse; la señora Sara frunce el ceño, impaciente espera una respuesta la cual no soy capaz de pronunciar. Estamos a unos metros de distancia, y es en esos momentos en los que con cierta culpa agradezco que no pueda verme, solo así me permito esconder toda la miseria que cargaba sobre mí.
—¿Isalia? Mi niña, pasa algo ¿cierto? Respóndeme —me suplica acongojada— No importa lo que sea, si es algo que te está haciendo daño sabes que puedes contármelo, siempre estaré aquí para escucharme, solo di algo... —sus manos me buscan en la penumbra de la habitación, pero yo retrocedo y fácilmente escapo de ella.
—Tengo que ir a trabajar —le respondo rápidamente mientras huyo de la escena. La culpa no tarda en manifestarse a través de punzadas agudas que me atraviesan el pecho. Quiero volver y llorar sobre su hombro, quiero que ella me consuele, no quiero que se vaya.
Esta vez ni la distancia o el cansancio es suficiente para sofocar mis pensamientos, el sentimiento de arrepentimiento se adhiere a mi pecho. Pero en medio del caos de mis pensamientos trato de concentrarme en una sola cosa, “tengo que salvarla”.
Esa carrera contra el tiempo me lleva al lugar que tanto odio, pero tal y como lo hacía todos los días: respiro profundamente y avanzo cubriéndome con una máscara de sumisión.
Toco la puerta un par de veces sin recibir respuesta, aún era muy temprano en la oficina por lo que se percibía cierto silencio, pero sabía que él estaba ahí, por lo que volví a insistir un poco impaciente. Finalmente es Susan quien abre la puerta, y por primera vez en mucho tiempo no percibo su mirada de odio, sino una sonrisa de superioridad.
—Buen día, señor Meyer. Yo quería disculparme por el incidente del día de ayer —empiezo con mi alegato procurando sonar lo más tranquila posible, aunque por dentro me moría de la incertidumbre de saber cómo reaccionaría. Por el momento parecía ignorarme, examinaba un nuevo cuadro que había puesto tres días antes.
—Mi salud no ha sido la mejor en estos días, tal vez estoy abusando de su confianza, pero quería pedir un permiso especial para retirarme más temprano el día de hoy.
—Está bien —responde aun sin voltear—. Solo no olvides llevar todas tus cosas contigo.
¿Todas mis cosas? ¿Acaso me estaba despidiendo?
—No entiendo mi señor, ¿hay algún problema?
—Hay muchos problemas. Tú eres un problema —dice señalando hacia mi pecho—, cuando te contraté creí que sería divertido, pero lo único que haces es actuar como un fantasma, solo te quedas parada mientras susurras cosas extrañas, incluso te vez como uno. Confié en tu potencial, pero no has hecho mas que decepcionarme, tu presencia ya no es requerida en este lugar. Puedes quedarte con todos los regalos que te di, considéralos un pago por tus servicios.
Él no hablaba en serio ¿no? Después de todo lo que había tenido que pasar, ese maldito canalla. Un sentimiento de rabia fluía por mis venas. ¡Quiero que muera!, grité desde el fondo de mi corazón.
—¿Aun sigues aquí? Creí que querrías irte lo más pronto posible. Ya veo, estás enojada, puedes desahogarte si quieres, pero tendrás que atenerte a las consecuencias —dice con una sonrisa arrogante y despreocupada, recostado sobre su escritorio.
Buen día, señor Meyer —escupo con rabia, y luego azoto la puerta al salir, después de todo ya no me importaba comportarme adecuadamente.
—¡Ese maldito! —mascullo entre insultos, lagrimas calientes caen por mis mejillas, mis uñas se clavan en las palmas de mis manos por contener mi furia y mis ganas de volver a su oficina.
—¿No es un buen día? —pregunta Susan con una sonrisa de lado, mientras acomoda su perfecto cabello rubio frente al espejo del lavado.
—¿Estas feliz? —le pregunto mirándola directamente.
—Por supuesto que no, quien se alegraría por tener que trabajar horas extra, pero es lo que se obtiene cuando no se contrata a las personas adecuadas.