Los callejones de Fumir impregnaban mi nariz con el olor a orina y estiércol, cuya mezcla yacía revuelta en los suelos empapados por las constantes lluvias, los perros callejeros ejercían de centinelas en cada esquina, su pelaje sucio y actitud hostil era compartida con la mayoría de sus ciudadanos, siempre atentos y dispuestos a saltar ante la más mínima provocación. Estaba a acostumbrado a ser extranjero, la desconfianza y antipatía no era novedad, pero incluso cuando me encontré lejos la fama de los barrios del distrito Bronce trascendió como una leyenda, ahora podía confirmarlo con mis propios ojos, si pudiera elegiría sin dudar cualquier otro lugar, pero un motivo de fuerza mayor me había llevado hasta ahí, una deuda con los cuervos. Nos capturaron, pero logramos escapar, no obstante salir de la ciudad se había vuelto en una misión casi imposible, las calles estaban constantemente vigiladas por algún cuervo y nadie confiaba en ayudar a un extraño sin una considerable cantidad de dinero que pagara su silencio, aun así, no podía quedarme encerrado para siempre, mi hermano pequeño aguardaba por mí, así que tenía que arriesgarme.
—Henry Brun... —susurro una voz grave desde mi espalda.
Los pelos se me erizaron por el miedo, pero casi enseguida pude reconocerlo y recuperé un poco de mi calma. Odiaba su maldita voz cantarina, tres veces había abandonado mi refugio y en las tres ocasiones esa misma voz me había sorprendido, disfrutaba del sigilo y sorprender a sus presas, dentro de los cuervos era conocido como “el sabueso”, escapar de él era infranqueable, sin embargo, su moral resultaba más manejable, por fortuna para mí no parecía interesado en capturarme, por supuesto siempre en cuando estuviera dispuesto a darle algo a cambio.
—¿Hacia dónde te diriges hoy en un día tan hermoso? —me pregunta con falso interés y sarcasmo.
—¿Qué es lo que quieres esta vez? —mascullo renegando de mi mala suerte.
—Por qué tanta hostilidad, creí que éramos amigos —dice sonriendo y posando su mano sobre mi hombro despreocupadamente—, pero ya que lo mencionas tengo algo para ti. Mi bella Camile es aficionada a las joyas, recientemente está obsesionada con tener un collar de esmeraldas. En la esquina de la calle Epin hay una joyería, creo que deberías pasar por ahí más tarde. Bueno creo que ya te he entretenido demasiado, hasta luego, no me hagas esperar demasiado.
No tardó en desaparecer entre los callejones, otra vez había caído en su trampa, era evidente que solo lo hacía para molestarme, después de todo era un cuervo y podía tener todas las joyas que quisiera, pero tampoco podía revelarme contra suyo. Si al menos pudiera evitarlo.
Recorrí las calles de Bronce sin encontrar ninguna salida, todas las entradas eran custodiadas por al menos uno de ellos. La frustración crecía dentro de mí, y para colmo aún tenía que cumplir la petición de ese cuervo caprichoso, no quería volver al refugio y ver la desilusión en la cara de Jay, pero tampoco podía permanecer tanto tiempo fuera sin correr peligro, si de algo estaba seguro era que no dudarían en matarme, después de todo la fama vengativa de los cuervos era más que sabida.
La joyería era apenas un pequeño rincón en la calle, las ventanas empañadas y sucias apenas dejaban ver algunos zarcillos y brazaletes; una reja de metal protegía la ventanilla, mientras que en la vieja puerta de madera se mostraban rastros de cortes y manchas de una pintura verde casi desvanecida. Tuve que llamar varias veces hasta que una muchacha apareció, parecía bastante joven no aparentaba tener más de quince años; mostraba una actitud muy nerviosa, la cual fue más evidente en su forma atropellada de hablar.
—Bien... Bienvenido, en qué puedo ayudarlo.
Sus manos temblaban con una hoja, sus dedos yacían marcados por muchas heridas pequeñas, ni siquiera era capaz de levantar la mirada, aún así se podían distinguir manchas oscuras debajo de sus ojos; por un instante me arrepentí por lo que estaba a punto de hacer. Entonces, volvió a mí la razón de mis actos golpeándome como una ola.
—Mi prometida vino aquí el otro día, dice que vio un hermoso collar de esmeraldas, estaría encantado si me dejara verlo, ella no hace otra cosa que hablar de ese collar.
Ella permaneció en silencio debatiendo contra si misma, sus pensamientos eran tan ruidosos que casi podía adivinar su dilema.
—Padre me ha prohibido dejar pasar a nadie, no puedo —agacho la cabeza y empezó a negar sin detenerse.
—Está bien, no tienes que dejarme pasar solo quiero ver el collar, estaba pensando en regalárselo por su cumpleaños, por favor —insistí un poco desesperado.
Ella volvió a sumergirse en un largo silencio, estaba empezando impacientarme cuando se dio la vuelta sin decir nada y comenzó a revisar entre varios cajones.
—Co... ¿Cómo se llama su prometida?
—Camile, a ella le gustan mucho las joyas —respondí con una enorme sonrisa falsa.
Algunos minutos después se acercó sosteniendo una delgada caja de terciopelo negro, la depositó con cuidado sobre la ventanilla revelando un ostentoso collar: siete piedras de esmeraldas eran las protagonistas, mientras la plata se enlazaba entre ellas cual serpiente. Ni en tres vidas sería capaz de pagar algo así.
—Es hermoso, ya veo por qué le gusta tanto. ¿Cuál es su precio?
—Ocho mil quinientos Zircs.