Ezequiel caminaba furioso hacia la plaza de Barnor. Todos sus hombres se apartaban a su paso. Sabían que no había sido un buen día, habían perdido a tres detenidos y encima todos los atacantes, incluidos la mujer y los dos hijos del líder habían huido.
De pronto frenó en seco y agarró del cuello de la camisa a quien tenía tras de sí.
—¿Quién estaba al mando en la prisión?
Su voz sonaba terrorífica. Incluso lo más feroces soldados temblaban al verlo así.
—Creo que era Markel, señor.
—¿Creo?
El soldado tragó saliva.
—Sí, seguro que era él —mintió.
La verdad es que no lo tenía claro, pero estaba tan aterrado de que las culpas recayesen sobre él, que no tuvo tiempo de pensarlo bien.
Ezequiel lo soltó y ordenó que se lo trajesen. Pasados unos minutos, un señor de aspecto atlético, con ojos marrones y pelo oscuro rizado se presentó ante él.
El domador no lo pensó dos veces, sacó un puñal y se lo clavó en el cuello. Aquellos que pasaban por allí miraron como brotaba la sangre sin freno. Estaban horrorizados. A su líder se le había ido la cabeza. Ese hombre no podía gobernar Barnor, pero ¿quién sería capaz de decírselo y hacerle frente?
—¡Aquí no queremos traidores! —Silencio—. ¡Así es como tratamos en Barnor a los aliados de nuestros enemigos.
Golpeó con su pie el cuerpo apenas con vida del señor.
—Esto hombre ha ayudado a escapar a un grupo organizado muy peligroso que amenaza con destruir nuestra existencia —mintió—. No podemos permitir que se salgan con la suya. Que vengan a tratar de perturbar nuestra paz y nuestro orden. Que golpeen nuestras defensas y rescaten a delincuentes como si no existiera la ley...
Poco a poco el discurso fue calando entre los ciudadanos. Ezequiel sabía que el miedo era un arma muy poderosa para ganarse el apoyo de la gente.
Una vez terminó sus palabras caminó hasta su casa y dejó a dos hombres apostado en la puerta para hacer guardia. Dentro, una mujer de poco más de cuarenta años, con rasgos asiáticos le esperaba con una copa de vino tinto en la mano.
Tenía los ojos almendrados, la ted blanca sin ni una sola impureza y el pelo oscuro y liso que le llegaba hasta los hombros.
—Por tu cara intuyo que no hay mucho por lo que brindar.
—No es un buen momento, Isabel — dijo malhumorado.
—¿Y cuándo lo es? —preguntó ella con una sonrisita—. Tenemos asuntos entre manos. te he dejado a algunos de mis hombres y no estoy viendo los resultados que esperaba. ¿Es que a caso no eres capaz de controlar a tu mujercita y a sus hijos? —Se rió—. ¡Qué triste!, pero si se te han escapado hasta tres estudiantes...
Ezequiel avanzó con furia hacia ella, la cogió del cuello y la puso contra la pared.
—¡Suéltame! —le ordenó ella—. No olvides quién soy yo. Yo no soy tu mujer.
Lo dijo con voz neutra, tranquila, pero fue suficiente para que él le hiciese caso y se sentase en el sofá con otra copa de vino.
—Bueno, creo que tu tampoco tienes demasiadas cosas por las que brindar, ¿no? —le preguntó suavizando su tono.
Ella agarró fuerte su copa. Se notaba que ese comentario la había herido.
—¡Maldito bastardo!, cuando lo pille... —respondió en referencia a Gael.
Ese muchacho había logrado infiltrarse entre sus filas para pasar información a Angélica y a Javier. Y lo peor de todo, ¡lo había hecho ante sus narices!, ¿cómo no se había dado cuenta? Bueno, sabía por qué no había querido darse cuenta, pero eso se lo guardaba para sí misma.
—Por cierto, te alegrará saber que a tu hija le va muy bien en el internado —dijo a modo de cumplido.
Isabel se encogió de hombros. No era ninguna sorpresa escuchar eso.
—Ahora que no está tu hija disfrutará más —respondió seca—, pero no estamos aquí para hablar de ellos, ¿verdad?
—Bien, seamos claro, ¿qué quieres? —preguntó él.
Ella sonrió. Cómo le gustaba cuando la gente le preguntaba eso.
—Lo que siempre he querido. El gobierno.
Ezequiel le miró furioso. ¿Cómo se atrevía? Barnor era suyo, eso era completamente innegociable.
—Tranquilo, no quiero tu puesto. Quiero el internado —explicó.
Ezequiel arqueó una ceja.
—¿El Morsteen? —preguntó confuso sin entender todo lo que aquello albergaba,
—Sí, y todos sus terrenos.
Ezequiel sonrió de lado y tomó un sorbo de vino. Tenían un trato.
—Cuando me los entregues será todo tuyo.
—¿Tiene que ser con vida? —preguntó ella con cierta inocencia.
—Tan solo a mi mujer, mis hijos y los Jaquinot, el resto con la cabeza me es suficiente —respondió tranquilo.
—Entonces tenemos un trato—. Fue a entregar su mano, pero entonces cayó en algo—, pero Gael es mío.