Samara.
Dylan se abrochó el cinturón y se colocó correctamente la camisa, dispuesto a salir del cuarto en la pequeña pensión en la que me había alojado desde ayer en la noche cuando llegamos. Era un lugar lindo y pintoresco, un pueblo fantasma con la población suficiente como para tener una iglesia, una biblioteca, sala medica, escuela y taberna.
— ¿Cuando volverás?— Le pregunté desde la cama matrimonial que poseía mi nuevo cuarto, el se volteo a verme una vez que se terminó de vestir. Se acercó a mi y se sentó en la cama para mirarme fijamente.
— Sabes que será difícil, pero tienes que darme tiempo.— El acarició mi mejilla y yo sostuve con más fuerza la sabana que cubría mi cuerpo desnudo.
— ¿Volverás a mi, verdad? — Le pregunté y se formó un silencio doloroso entre nosotros, que el rompió con un asentimiento de cabeza.
— Llegamos hasta aquí para vivir nuestro amor en libertad, jamás te dejaría, Mi Jacharí.
Sin decir ni una sola palabra más, y con un simple beso en los labios, fue que se despidió de mi y volvió a nuestro pueblo.
Me dejó medio sentada en la cama, desnuda y vulnerable. Había dejado todo por estar junto a el, y se fue sin darme una certeza de que volvería; pero yo confiaba en Dylan y se que pediría su parte de la herencia y volvería a mi.
Me decidí a dar una vuelta por el pueblo y buscar trabajo. Me había marchado con unas pocas joyas y sin un céntimo como para costear la comida de esta semana; tenia que hacer una nueva vida como una mujer corriente y valerme de mis habilidades para sobrevivir en un lugar desconocido con una lengua materna que no era la mía. Aunque por fortuna, me habían enseñado a hablar ingles ademas de caló.
Saqué mis pocas pertenencias del bolso y las acomodé en el pequeño ropero que había en la habitación, no era lujosa para nada, pero me servia para dormir y esconderme; lo cual era fundamental para mi.
Dentro de un paño verde estaban envueltas unas fotos familiares, mi caderín* junto con elementos de baile y mis cartas de tarot. Las miré por un segundo y las volví a guardar rápidamente en el mismo paño en que las traje, las metí al fondo del armario y lo cerré con fuerza.
— Soy una nueva mujer, no voy a volver a hacerlo.— Me dije a mi misma ignorando el llamado silencioso de esas veinticinco cartas gitanas.
Me vestí con lo más normal que tenia en mi bolso; una falda de vuelo color vino y una blusa de tirantes roja y negra. Siempre los colores fuertes predominaron en mi vida, fue lo que pensé cuando até un lazo color blanco en mi cabello recientemente teñido de castaño oscuro.
Si quería pasar desapercibida, el color fuego en la cabeza no es la mejor opción.
Caminé lentamente por las pocas cuadras en las que se concentraba el "centro" del pueblo, me crucé con varios ancianos muy simpáticos, algún que otro niño que pasaba y saludaba alegremente y varias mujeres que me veían con desdén apenas fijaban sus ojos en mi. En el campamento también tenia este tipo de problemas, mi madre me solía castigar por causar disturbios entre las mujeres casadas. Según Fatima, yo provocaba a los hombres con mi belleza y eso me lo debía guardar para mi marido.
Mi marido, Ilay...
A estas alturas ya debe saber de mi fuga y por lo que demostró ser, debe estar hecho una furia que no dudó, intentará descargar conmigo. Ahora más que nunca debía cuidarme de no ser descubierta, solo espero que Dylan no tenga problemas en el pueblo y vuelva lo antes posible.
Entré en el almacén del pueblo, el cual era atendido por una mujer de edad avanzada y regordeta. Ella al verme me sonrió muy amablemente y se acercó para recibirme en su local pequeño. Este contaba de un mostrador, una heladera grande y cinco estanterías con comida; lo justo y necesario como para que el pueblo se abastezca y viva. En medio del lugar, había una mesa redonda con dos ancianos jugando a las cartas muy entretenidamente.
— Buenos días señora.
— Buenos días bonita, ¿eres nueva aquí?, ¿estas de paso? — Me preguntó atolondradamente mientras me tomaba la mano y me arrastraba a una de las sillas que estaba desocupada en la mesa de los dos ancianos — Oh, ¿Donde están mis modales?, ellos son Rafael y Horacio, mi nombre es Amanda.
La anciana revoltosa me hizo sonreír, lo que ella vio como algo maravilloso por su sonrisa deslumbrante. Se dio la vuelta y fue a buscar a la heladera una botella de agua, la abrió con un destapador y me la entrego.
— Lo siento, pero no puedo pagarla. — Le dije con pena devolviendo el pequeño envase, ahí fue cuando por primera vez los hombres se percataron de mi presencia.
— Este va por cuenta de la casa niña, ¿Como te llamas?— Me dijo el hombre que respondía al nombre de Rafael, este era un hombre de unos sesenta años, con la cabeza calva y bigotes cano.
— Muchas gracias, mi nombre es Samara. — Dije dando un sorbo al agua ante la atenta mirada de los tres — Soy nueva en el pueblo, estoy hospedada en la posada del señor Marks.