29 de septiembre de 1944
Desesperada tenía que recurrir a salidas mas drásticas y aceleradas. Lo temido estaba cada vez más cerca, lo inevitable parecía (ante los ojos de Tiedemann) evitable.
Caminaba de aquí a allá. Con la mano sobre su pecho ansiosa y con el teléfono pegado al rostro.—Solo quiero su ayuda, señor.—pedía Miriam con tono sereno.—Verá, el inspector Kepler ya nos ha atemorizado antes. Nos quiso sacar una verdad que no existe...
Cerró los labios y solo escucho. Estaba impaciente.
—El inspector Kepler es un solitario y reservado hombre. Acaba de pasar por una trágica perdida, adiciónele eso. Casi nunca informa dónde estará, y aunque tuviera al alcance lo que me pide, no podría dárselo, Sra. Tiedemann.
—E-es solo po-por... por si acaso. Para que no nos tome por sorpresa como la última vez.
—Estará bien, Sra. Tiedemann, disculpe no poder ayudarla, Kepler puede llegar a ser muy insistente. Si no tiene nada que esconder, tampoco nada que temer. Que tenga buena noche.
Colgaron. Miriam bajo el teléfono muy despacio y colgó también.
—¿Por qué crees que es una buena idea vigilar a un inspector de homicidios?—escucho la voz ronca y quejumbrosa de su hermana.
Ella inhalo recargada en la mesa y se enderezo.—¿Pedí tu opinión? Hago lo que debo hacer.
—Abre los ojos de una maldita buena vez, Miriam.—se cruzo de brazos en desaprobación— Saca a Rudolf de tu falda y, ¡Deja que aprenda!
No lo veía, pero Miriam se imaginaba la misma cara de enfado que tenía su madre la noche trágica de su accidente.
—¡No cuestiones mis habilidades para proteger a mi hijo!
—¡Lo último que Rudolf necesita, es que su tonta madre siga solapando todas las idioteces que cómete!
—¡Basta, Mara!—volteo llena de ira.—¡Tu y yo bien sabemos que Rudolf...!
—¡Que Rudolf esta loco!
—¡Dije basta!—su mano dejo de responderle y golpeo a su hermana en la mejilla.—No lo entenderías. No lo entenderías porque no tienes hijos, no tienes a nadie por quien preocuparte. No tienes a nadie
Mara sintió una espada atravesar su pecho, una espada al rojo vivo. Quiso llorar pero se contuvo. Saco la campanita del bolso de su vestido y la hizo sonar sin despegar mirada de la de su hermana.
—¿Necesita algo, señora?—se ofreció Jonás Metzger asomándose por la puerta.
—Ten listo el auto, Jonás. Me voy.—demando Mara.
—Si, señora. ¿A dónde específicamente?
—¡Tu solo tenlo listo!—grito. Jonás se fue.—No me voy a quedar viendo cómo la última vida decente que le quedaba a mi hermana se va por el caño. Me das mucha lastima, Miriam. Mucha. Espero reconozcas cuan equivocada estas, antes de que sea demasiado tarde. O quizá, ya es muy tarde.
Miriam y Mara despegaron su juego tenso de miradas y ella se fue llena de coraje.
11 de octubre de 1944
Cada miércoles, acostumbraban a salir a desayunar a algún restaurant de la ciudad. O organizar algo para desayunar en la casa, solo ellos. Peter despertó melancólico «cómo casi siempre» miró atreves de la ventana enroscando el anillo de compromiso en su dedo. Ya casi daban las 10:00 am y él aún comenzaba a vestirse, mientras Karla ya estaba abajo y con sorpresas.
Peter terminó de arreglarse, lavarse la cara y atarse los zapatos. Bajo las escaleras acomodándose la corbata e inició a la mitad con una tranquila charla.
—Se me ocurre... que quizá... podamos ir al restaurante del otra vez.—seguía con su mirada abajo asumiendo que Karla lo escuchaba desde el comedor o la sala. Junto a las escaleras había un espejo y Peter se detuvo frente a él.—No es tan caro y la comida es...—las palabras se atoraron en la garganta al ver por el reflejo no solo a Karla, a un hombre barbudo sentado en el sillón pequeño.
Peter se dio vuelta estupefacto.—¿Quién es él?
—¿No lo conoces?—respondió Karla con decepción.
—¡No lo conozco!—espetó Peter alterado
—Ah.—expreso ella, dejo su taza de té en la mesita y encaró a Peter con pasos lentos.—Él dice que a ti si te conoce. Y te conoce muy bien.
—¡Son mentiras, Karla, solo son mentiras!
Peter le sujeto las manos a Karla. Ella estaba destrozada, sin brillo en sus ojos, solo desviaba la mirada y no se atrevía a ver los ojos desesperados de Peter.
—Suéltame.—pidió en susurros.—Suéltame ahora, Peter.—comenzó a tirar de sus manos y logro sacarlas de las sudadas y tensas de aquel.—Los dejaré... creo que tienen mucho de que hablar...
Una lágrima escurrió del ojo de Karla. Limpió con el dorso de su mano la mucosidad que le salía y subió las escaleras. Peter y Aleksander quedaron en total silencio.
Peter camino a los sillones y se sentó en uno, se acomodó en él y con frustración volteo a ver al tipo.
—¿Cómo pudiste... venir hacía acá? ¿¡Que demonios tienes que hacer aquí!?
—¡Tu me lo pediste!—gritó—¡Tu me autorizaste venir, no lo recuerdes!
—¡En todo lo que llevo aquí, jamás me he comunicado contigo. Maldita sea, carajo!—exclamó totalmente desesperado, se tomo la cara y comenzó a gimotear.
Aleksander sacó algo de su pantalón.
«Aleksander. En respuesta a tu última carta, tienes razón, me acabo la vida queriendo ser alguien que no soy. Estoy muriendo si no la comparto contigo. Ven a buscarme. Búscame que solo soy de ti. Peter»
Leyó Aleksander tal carta que Peter envió. Él, perdiendo los estribos se la arrebato, dio pasos violentos y la arrugo para luego arrojarla.—¡No!—¡No. Yo no envié nada, y le contaste todo! ¡Le dijiste todo a Karla eres un idiota!
—¡La verdad duele, Peter!—gritó igual levantándose y yendo hacía él—¡Este eres tú! Yo... yo soy tú. Nos amamos y nos necesitamos...
Peter negó con meneos de cabeza.
—Nos necesitamos, Peter.
Aleksander trató de tomarle la cara, pero antes de hacerlo, apenas rosando sus mejillas, Peter lo golpeó con un jarrón del librero. El fuerte golpe hizo a Aleksander retroceder y derrumbarse sobre la mesa frágil de madera, partiéndola en dos.
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Editado: 18.07.2023