04 de septiembre de 1943
El tren avanzaba a toda velocidad por la vías. Dejaba atrás su gran nube de vapor; atado a su chimenea como un cometa a su listón.
Dora tenía sus narices dentro de la interesante novela The Moon is Down del intelectual escritor que ahora era su favorito John Steinbeck.
Rudolf llegó y bajo el libro para que lo mirara.—Por allá esta alguien que quiero saludar, así que acompáñame.
—¿Te doy vergüenza, no es así?—alegó muy segura volviendo a su lectura—, ve tu solo, déjame en paz.
Volvió a bajar el libro alterando su paciencia.—Dije que vamos. El tiene a su esposa a un lado, no quiero verme deprimente. Vamos.
Obligada por la mirada amenazante de Rudolf. Dora se levantó del sillón, guardo su novela en la maleta y caminó ignorando a Rudolf que puso su brazo para que ella lo tomara pero fue en vano.
—¡Coordinador! —saludó Rudolf a aquel hombre robusto, algo viejo con bigote blanco.
—¿Rudolf? ¡Rudolf!—reaccionó y se levantó para abrazarse con palmadas en la espalda. —¡Cuánto tiempo, hace mucho que no sé de ti! ¿A dónde te diriges?
—A Bremen. A ver a mi madre.—respondió con una sonrisa fragante tomados de los hombros—¿tu a dónde vas?
—Iré a la aduana, a recoger....—chistó—unas pinturitas. Y apropósito, ya no soy más coordinador del Napola. Ahora estoy en la política.
Asintió.—Vaya, vaya, debe ser muy interesante. También veo que ya no estas solo.—comentó al ver a la joven mujer del otro lado de la mesa mirando por la ventana.
Al escuchar que logró llamar la atención, les dio la cara. La sonrisa forzada de Dora desapareció, un colapso derrumbo su mente, la de ambas. Ni en sus mejores sueños hubieran podido imaginar tal escena.
—Ella es mi esposa—dijo Gidion tomándola de la mano con delicadeza—Johana.
—Mucho gusto.—saludó y estrechó su mano.
—El gusto es mío—sonrió y soltando su mano tomo a Dora por la espalda con una mano y la puso al frente—ella es mi esposa, Dora.
Johana asintió.—Si claro. Mucho gusto, Dora.
Sus brazos gritaban por un abrazo, sus labios por gritarlo y sus ojos por escurrir. En su lugar, se sentaron junto a sus maridos escuchando su voraz charla mientras ellas solo buscaban el mejor momento para salir de ahí y escapar.
—Yo—tomó la iniciativa Dora—…iré a tomar aire fresco.
—Te acompaño.—sugirió Johana y Dora accedió.
—Adelante, adelante—dijo Gidion—, les hará bien hablar con mujeres.
Un poco alejadas. Rudolf la detuvo.—Dora.—ella paró y Rudolf se acerco a ella tomándola del codo—Mucho cuidado con lo que dices, ya te lo dije. No hagas ninguna estupidez.
—La estupidez la cometí cuándo me case contigo.—arremetió segura.
No era el lugar para discutir. La soltó y cada uno se fue a sus intereses.
Johana esperaba la llegada de Dora descansando sus brazos sobre el barandal del balcón.
—Prometimos muchas cosas.—susurró Dora en cuanto llego.—Teníamos tantos planes.
—Los planes nunca salen cómo se prevén, Dora. De ser así, esta... tonta guerra.—susurró lo último.—Ya hubiera tenido fin.
Dora suspiro y poso su mano sobre el vientre.
—¿Cuándo nacerá?
—En enero, creo yo.
Johana sonrió con gentileza.—Pues felicidades. Gidion no puede tener hijos, y esta bien. Muy bien.
—Tendré que preguntártelo, Johana, ¿eres feliz?
Johana volvió su vista al paisaje y sonrió aún más.—Gidion fue lo mejor que pude haber encontrado. O más bien, el me encontró a mí. Quisiera no admitirlo, pero, respondiendo a tu pregunta, si; soy muy feliz. Y no miento.
Cambió su postura.—Y yo no miento al decir que...—paso saliva tornándose nostálgica.—Que... por más que lo intente, simplemente parece que la vida, quiere que sea infeliz.
Johana inhalo y exhalo, apretó el barandal.—El destino depende de uno mismo. Depende de el sendero que escoja y eso te lleva a alguna parte. Por eso debes ser hábil, aveces espontanea, pero siempre precisa.
—Tienes razón. Soy una tonta. No debí irme de Cracovia, no debí alojarme en Berlín, no debí ir a ese hotel... no debí volver acá y mucho menos aceptar un horrendo trabajo y a un horrible marido. No debí nacer en primer lugar, desde ese momento traje infelicidad a más de uno.
Lena la miró con desdén.—No eres la persona más miserable en esta tierra, Dora. Hasta te puedo decir que tienes suerte, deberías ya haberlo sabido. A ti simplemente nada te detiene, ni te llena, ni te satisface... tienes un don para arruinar cada oportunidad que tienes para seguir tu sendero, y te desvías a uno cada vez peor.
Dora se dio vuelta. Se puso de espaldas al barandal y lo apretó con fuerza con ambas manos.
—Es fácil para ti decirlo, Lena. Muy fácil.
Dora vio sobre el hombro Lena un árbol caer al fondo de las vías sobre ellas. El tren freno con brusquedad, e hizo derramar la copa de champagne sobre los pantalones de Rudolf.
—¡Maldición!—exclamó y prontamente gritos en ruso empezaron a escucharse juntó a las vías.
—Por Dios.—dijo Gidion que se asomo por la ventanilla y se alarmo al instante.—¡Johana!.
Los rusos abrieron fuego. Johana cayó al suelo del balcón con su espalda penetrada por una bala enemiga. Gidion llegó y disparó contra el ruso.
Dora huyó de ahí a refugiarse bajo una mesa. Mientras Rudolf, Gidion, los demás soldados y cuerpo militar que abordan el tren defendían con plomo desde la inseguridad del tren.
—¡Gidion!—gritó Rudolf al ver que una granada cayó a los píes del consejero.
Gidion se despidió con el saludó nazi. Exploto. Tras el caos, una sobria calma se hizo. Dora estaba a salvo, sintió una mano en su brazo y reaccionó.
—Vámonos—la voz de Rudolf se oía hueca—sal de ahí.
[…]
Sus tobillos estaban atados a la silla, sus muñecas también, prácticamente estaba secuestrado; solo en ese cuarto vacío iluminado por una parpadeante bombilla que colgaba del techo. La puerta se abrió dejando entrar una luz que le alumbro la espalda.
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Editado: 18.07.2023