—¡Buenos días! —saludé estruendosamente al ver que Milo y su padre estaban disfrutando de un buen día.
El niño parecía haber tenido solo un cuadro gripal. Se veía fuerte, vigoroso, sano… Con mucha vida por delante. A veces ese tipo de cuadros son una mala señal, pero en el pequeño Hudson parecía todo lo contrario. A decir verdad, el único rastro de cáncer que tenía a simple vista, residía en la calvicie de su cabeza. Habían pasado apenas un poco más de diez días y aunque las primeras sesiones de quimioterapia de verdad habían resultado fatales para él, uno podía permitirse creer en los milagros, sobre todo por la sonrisa que se cargaba aquella mañana.
—¿Cómo está, Señor Camilo Hudson?
Milo me observó y sonrió sin decir palabra alguna. Algo andaba mal. Sin embargo, disimulé lo más que pude esa estrepitosa sensación y me limité a realizar los chequeos habituales.
Su corazón estaba un poco débil, pero ese niño era tan fuerte y estaba dispuesto a postergar su sufrimiento con tal de ver a su padre resplandecer con su sonrisa.
—Señor, Hudson —dije con cautela—, ¿podría darnos un espacio? —pregunté. Era habitual. Por lo general, el niño y yo cotilleábamos de sueños imposibles a espaldas de su padre. Un juego divertido para los tres. Los ojos del niño me suplicaron disimulo, como quien hace una travesura y teme que lo reprendan—. ¿Milo, estás bien? —pregunté. Su cabeza se balanceó de un lado a otro indicando negación.
—No le diga a papi.
—No puedo no decirle.
—No quiero que llore.
—Tu papá es un hombre muy fuerte.
—No. No quiero que le diga. Está sonriendo.
Volteé a ver el rostro de su padre y realmente sonreía. Milo llevaba internado ya unos quince días y en mucho, era la primera vez que el señor Hudson se disponía a sonreír sin culpas ni preocupaciones. Por lo general, pasaba la mayor parte del tiempo cabizbajo, pensativo, abstraído del mundo. Su situación era terrible y no lo culpaba por aquello, tenía todo el derecho de pasar de ese modo, pero esa mañana su rostro no era el mismo. Había encontrado quizás una nueva esperanza, un hilo de ilusión o aceptación, por no traer a cuento la resignación.
—Lo siento.
—No —detuvo mi mano antes de que me girara hasta su padre—, no lo he visto sonreír por mucho tiempo. Me duele menos si papá sonríe. Lo prometo.
Su voz… Sus palabras… Un niño de seis años que aprendía todos los días a ser un poco más fuerte solo por el único corazón que le quedaba.
No podía dejar que algo así pasara desapercibido. En el estetoscopio su corazón hacía un eco débil, fatigado. Tampoco quería que Milo me odiara por borrar la sonrisa del rostro de su padre con agobio, no quería agobiarlo a él.
Lo pensé mil veces en menos de un segundo y corrí a buscar al doctor Locke.
—¿No decirle a su padre? ¿Anna, usted está jugando? —Respondió ante la idea—. Es su padre. Tiene que saberlo.
—Al menos no delante del niño. Es importante para él, Dr. Locke.
—¿Qué estupideces dice?
—Por favor —Supliqué—. Es importante de verdad.
—Señorita… —Los ojos del Señor Hudson cayeron sobre mi gafete.
Llevaba repitiéndole mi nombre casi dos semanas y aún no se lo aprendía. No lo culpaba, para muchos yo era un dolor de cabeza y a decir verdad, a ese hombre yo no le había agradado desde un principio. Pero ya va, un nombre de cuatro letras no era muy difícil de recordar.
—Si desea, solo dígame residente. Al fin y al cabo eso soy y quizá sea más fácil recordarlo así.
—Anna. Lo siento, Anna. Soy malo recordando nombres… Anna. Y con todo este lío, pues, Anna, seguramente lo olvide. Anna —respondió bromeando y poniéndole énfasis a mi nombre cada que lo decía—. Sabe, usted es la única que ha considerado tener calidez con nosotros hasta ahora. No quiero decir que el resto del personal nos trate mal, pero…
—Entiendo por lo que está pasando. Yo… A veces solo quisiera limitarme a hacer mi trabajo, pero… Veo en su hijo una parte de mí.
—Sé de todas formas que le estamos trayendo problemas. ¿No?
—Me los busco sola, señor —reí.
—Quizá pronto deje de tener problemas. De todas formas usted sabe que Milo…
Que Milo no va a vivir por mucho tiempo, quiso decir. Pero el silencio se apoderó de él antes de condenar el destino de su hijo con prontitud. Y sí, yo sabía que Milo no iba a vivir por mucho, pero así pasara ochenta y cuatro años teniendo problemas, los ayudaría. En aquél escaso tiempo que habíamos pasado juntos, el niño me había dado las mejores lecciones de vida y de a poco curaba un sinfín de heridas.