Julieta quiso quedarse

Julieta

   Respiré. Sino lograba expulsar el aire que de improviso me había quedado acumulado en las cuatro paredes del cuerpo, los pulmones iban a estallarme.

-Es una broma ¿No? –pregunté.

-No sé qué decirte –Enzo tenía unas ojeras grises y profundas alrededor de los ojos. Días de no dormir. La noticia final tampoco ayudaba.

-¡Enzo es casi imposible, el inspector habrá tardado un minuto en salir! ¡No más que un minuto! –exclamé.

-Necesito que me acompañes. La federal te exige como testigo. Agrádese que ya no formás parte de su lista de sospechosos. –su voz estaba quebrada.

  Iba a tomar un sorbo de té, para ganar unos segundos y reponerme del golpe, pero mi estómago no estaba en condiciones de recibir nada.

-¡Los voy a acompañar! –dijo papá –no quiero que enfrente esto sola –parecía el único ser con fuerza en ese momento. Se lo agradecí con la mirada. Si él caía, no sabría que esperar para mí.

-De verdad lamento que tengas que pasar por esto. Le supliqué al jefe de la federal que te exima del caso pero no quiso escucharme.

-No te preocupes –dije –voy a ayudar en lo que pueda. –Quería parecer valiente, pero estaba totalmente aterrada. Sabía que no engañaba a nadie, pero al menos podía insuflarme un poco de fortaleza al escucharme a mí misma. Me derrumbaba en mi fuero interno.

    La mañana se había presentado soleada a pesar de la lluvia de la noche anterior. El sol penetraba entre el follaje verde esmeralda de los árboles y depositaba su brillo dorado en las flores de mi patio de un modo casi mágico. De todos modos, el pasto seguía mojado por la lluvia y no tardé en mojarme todos los pies mientras nos adentrábamos en los fondos de mi casa. Los que lindaban con el patio de Sofía. Quería disimular que tenía el estómago en la garganta, y que la sangre apenas me circulaba por el cuerpo. Papá me sujetaba el brazo cariñosamente mientras avanzábamos entre los árboles. Enzo me miraba de vez en vez.

-Podés negarte a verlo –dijo al tiempo que frenaba mi marcha.

-No Enzo, no creo que la federal me lo permita. –me acerqué a él, noté su aliento a café y tabaco en la cara, sus ojos desorbitados de nervios.

   No tardamos mucho más en llegar a los límites de mi propiedad. La zona estaba cercada y varios policías y peritos forenses se afanaban sobre un bulto en el suelo. Temblé, y por un segundo creí que las rodillas iban a cederme. Me aferré al brazo de papá. El federal que me había interrogado, que se llamaba Nelson D’elía se acercó enseguida nos vió.    

-Familia Foster –dijo extendiendo la mano primero a papá y después a mí –disculpen que los hagamos presenciar esto, pero comprenderá –me miró como si fuera tonta y tuviese problemas de comprensión –que el cuerpo del señor Klein esta dentro de su propiedad.

-Entiendo –respondí. D’elia casi me empujaba al lugar del hecho. Había colocado su mano derecha en mi espalda y me impulsaba a avanzar.

-Mire señorita Foster, lamento que lo tenga que ver. Ya intenté explicárselo al oficial a cargo de su seguridad. –Miró a Enzo con poca simpatía, pero este, lejos de inmutarse le sostuvo la mirada –Pero necesitamos testigos. Además usted fue una de las últimas personas que lo vió con vida, junto con el inspector Ramírez.

  Busqué con los ojos al inspector, no estaba por ningún lado.

-¿Cómo fue? –pregunté. A D’elia le brillaron los ojos. Eso se notaba a la legua, era lo que más le gustaba de su trabajo. Contar como había muerto la victima.

-¡Destápenlo! –ordenó –la testigo tiene que ver el cuerpo.

 Klein estaba tirado largo a largo en el suelo, con los brazos extendidos a los lados, perpendiculares al cuerpo y las piernas juntas y estiradas, bien derechas. Su cuerpo formaba una cruz. Estaba azul e hinchado monstruosamente. Tenía la piel mojada y brillosa, los ojos abiertos y con su última expresión en el rostro. Terror, espanto y sorpresa. Eso había sido lo último que había sentido, y de algún modo nos lo estaba contando. Era la cara de los que ven algo que no solo es terrible, sino inesperado y quizás inexplicable. D’elia señaló su cuello por si acaso se me había escapado. Lo tenía desgarrado, y jirones de carne ensangrentada colgaban de el y se fundían con el pasto y el barro del suelo en un enorme y coagulado charco de sangre.  Las fuerzas me abandonaron momentáneamente y Enzo me sostuvo mientras me apartaba unos metros del cuerpo. Vomité bilis.




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