Enzo me miraba fijamente mientras acomodaba mis fichas rojas sobre los casilleros. Trataba de adivinar mi estrategia. Lo cierto es que aunque fingía pensar cada paso a seguir sobre el tablero, estaba colocando las fichas aquí y allá sin la menor de las ideas. Había aceptado jugar solo para darle un respiro de su trabajo, para que pensara en otra cosa. Después de lo del señor Klein habían pasado doce días. El verano había retomado su curso y los días eran calurosos y húmedos. El caso estaba visiblemente estancado y a falta de progresos y frente al silencio policial y judicial los periodistas comenzaban a abandonar la zona paulatinamente. Mis padres se habían marchado sin más remedio que dejarme en las buenas manos de Enzo, con la firme promesa de papá, de volver a verme cada dos días. Hasta la fecha lo cumplía, aun frente a mis reproches de lo innecesario de tomarse ese tiempo de sus cosas solo para verme. Pero él insistía. De todos modos me gustaba pasar rato con papá y charlar de temas triviales, como antes de todo esto. Como si sus visitas no estuvieran motivadas por dos horripilantes crímenes a tan solo metros de donde yo misma comía, dormía y vivía.
-Estas haciendo trampa Julieta –rezongó.
-De ninguna manera. Tengo todo pensado –respondí.
-Por eso. Este juego es intuición y azar. Le sacas el sentido.
-No logro escaparme de mis agudas estrategias.
Sonrió e hizo un mohín de picardía.
-¡Te saliste con la tuya! ¡Que raro! ¿No? –se refería a mi permanencia aún en la casa.
-Voy a estar bien Enzo –no quería discutir con él. Bastaba con mi madre.
-A mi no me aflige. Es más –me miró con chispas en sus ojos claros –no me disgusta en lo más mínimo.
-¿Aun con la posibilidad de que me mate el asesino en estos parajes solitarios? –sobreactué mi expresión de terror y aspaviento.
-¿Y qué se supone que hago yo en este lugar?
-Jugar conmigo al tablón de la suerte.
Sonrió y los hoyuelos de sus mejillas brotaron de la manera en que me encantaba. Se levantó de un salto, rodeó la mesa y me tomó entre sus fuertes brazos.
-¡No se le habla así a un oficial del orden!
Su aliento a eucalipto rozó mi cara y sus pupilas enormes y negras me engulleron en un santiamén. Fui yo quién tomo la iniciativa y lo besó. Enrosqué mis manos en torno a su cuello y me apreté a su pecho. Sus labios suaves y húmedos sabían a menta. El muy maldito me hacia caer rendida a sus pies.
-¿Qué va a pasar de nosotros? –susurró entre mi pelo cuando se me antojó terminar el beso y esquivar su intento de reanudarlo.
Desenrosqué mis brazos de su cuello y apoyé las manos sobre su pecho. Se aferró aun más a mi cintura.
-El tiempo pone cada cosa en su lugar Enzo –besé su mejilla –nos estamos conociendo y me gusta esto.
-Solamente quería saber si me contabas como algo más que tu guardia privado.
-Dalo por hecho –respondí – ¿Volvemos al juego?
-No quiero, pero sino queda otra opción.
-No, no te queda –dije sonriendo.
Sonó el timbre cuando se disponía a replicar. Me giré aun entre los brazos de Enzo y noté a través de los vidrios a los laterales de la puerta una figura oscura y menuda. Al menos un poco más bajo que yo, que solo llegaba al metro sesenta.
-Yo voy –Enzo rozó con la yema de los dedos el arma que nunca se sacaba de encima y ocultaba en la parte de atrás de su jean.
La figura se movía atrás de la puerta. Parecía inquieto. Enzo espío y pareció relajarse. Tomó el picaporte de la puerta, giró la llave para abrir. Cuando lo hizo la figura que hacia apenas un instante estaba allí, se había esfumado. Y no estaba en ningún lado. Enzo se volvió hacia mí con tal expresión de asombro y perplejidad que sentí como el miedo reptaba por mis piernas como serpientes.
-¡Juro que había un niño hace instantes! ¡Puedo jurarlo!
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