El cazador acarició la página en que se había detenido su lectura y contempló la calle allá abajo. Volver de entre esas historias ancestrales al mundo real era como viajar en un túnel del tiempo que te lleva a empujones. El sol del verano caía como un manto de fuego sobre la plazoleta de en frente. Cientos de personas se afanaban por llegar a horario a sus trabajos. Eran las ocho clavadas de la mañana. Vida de gran ciudad, pensó. Se arrellanó en su cómodo sillón. Volvió a acariciar el libro. Quinientos años. No cualquier libro contaba esa edad y se mantenía de ese modo. Sin duda las técnicas de conservación de los antiguos cazadores eran más eficaces que la de los contemporáneos. El mundo actual era estúpido y superficial. Las historias de verdad, la vida de verdad solo era cosa del pasado. El mundo había perdido la fe, las creencias. Habían perdido los antiguos rituales, la magia. Y perder la magia, era perder en parte la propia naturaleza. Los humanos del presente no tenían la culpa, claro está. Pero si tenían la culpa de seguir creyendo en quienes una vez, en defensa de un dios que jamás representaron, acusando de herejía y paganismo a cientos de miles borraron sanguinariamente la verdad de la tierra.
A los licántropos les sirvió. Su existencia fue desmentida, mataron salvajemente a quienes decían haberlos visto y luego fueron coronados por el cine y las series. Cientos de historias recorrían el mundo y grandes y chicos se deleitaban con ellos. De los cazadores Beta, de su misión de proteger a la humanidad y del sacrificio que eso había implicado nadie se acordaba. Nadie podía acordarse, porque nadie jamás los había conocido. Aquellos que lo hacían, morían. Pero en todas las reglas había una excepción alguna vez. Por eso el cazador leía ese libro con todas las historias que sus antepasados habían ido relatando a lo largo de los años. Las mejores historias, las que les contaban en el entrenamiento, o desde que eran niños antes de dormir. Quería encontrar una excepción, o solo confirmar que esta, la que el llevaría a cabo sería la primera. Cerró el libro. Sabía que su padre, el ahora supremo jefe cazador llegaría en cualquier momento. Y no iba a quedar frente a él como un marica. Guardó el libro. Tendría que irse rápido sino quería topárselo. Buscó en el bolsillo del pantalón el nombre, el pueblo al que debía ir y la dirección de la persona a la que tenía que ver y persuadir. Esa persona iba a conocerlo y si todo salía bien, se quedaría con su propia vida, no moriría. Ahí la excepción. Repitió su nombre en voz baja. Para memorizarlo quizás.
-Julieta. Julieta Foster.
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