El día que morí comenzó de nuevo por centésima vez en mi cabeza, como una película. Hacia años que evitaba recordarlo, pero la presencia de Alain me había traído ese y otros problemas. Verlo en el estado en que estaba cuando cruzó la puerta me inspiró una profunda tristeza. Todavía podía notar en sus hombros caídos, en la desesperación de sus ojos, el peso de mi muerte. Alain nunca se lo perdonaría. Inclusive cuando yo misma ya lo había hecho. Nadie elige su destino, por más funesto que este sea. Yo, con no poco dolor, lo había aprendido a aceptar, y hasta disfrutar. Él debería hacer lo mismo, al menos intentarlo. Cada vez que recordaba aquella lejana tarde, volvía a casa de los Keller, rezumando dolor y cansancio.
De mala gana terminé de juntar las pocas prendas que me llevaría en mi viaje con Alain. Iríamos caminando y no en forma lupina. Me había negado a mi condición desde que me viera reflejada en las aguas de un arroyo cercano a la cabaña Keller. Los lobos caídos, es decir convertidos mediante muerte éramos feos. Horribles. Negros, demasiado peludos, con garras enormes y fauces de espanto. No teníamos nada deforme, pero dábamos esa sensación. Volver del más allá era deformar el ciclo normal de la vida y de la muerte. Eso se nos notaba.
Alain aun dormía, así que me dediqué a comer. Los lobos teníamos siempre un hambre increíble. Y los Keller sabían lo que era el buen comer. Así que estaba más que a gusto con ellos. Iba a ser duro, durísimo despedirme, se habían comportado como mis padres desde hacia demasiado tiempo.
-Clara –llamó Pilar, la mujer que me había criado desde mi muerte y posterior despertar –ya empaqueté varias provisiones.
-No era necesario –dije, aunque sabía que si lo era. El viaje hasta la manada de los Vullblut nos llevaría al menos dos días – ¿Les quedó algo a ustedes? –acaricié su rostro siempre tan suave con mis toscas y huesudas manos de licántropo.
-No te preocupes, nos vamos a arreglar –Pilar tenía los ojos visiblemente húmedos. En las lejanías en las que vivíamos el sustento escaseaba y los lugares para conseguirlo quedaban demasiado lejos, por lo que solo viajábamos una vez al mes. Si nos faltaba comida, me encargaba de cazar algún bicharraco en el bosque hasta que pudiésemos conseguir más alimento. El punto es que comíamos bien, y apenas nos alcanzaba.
-Voy a volver –susurré. Debería estar acongojada, o al menos sentir deseos de llorar, pero había perdido la capacidad de hacerlo. La estreché entre mis brazos fuertes y largos –no los voy a abandonar. En cuanto mi prima este a salvo, volveré.
-Ella debería venir con vos –las lágrimas resbalaban ya por sus mejillas.
-Ella no puede saber que aún existo. No quiero que lo sepa. La Clara que ella conocía, la que era, está muerta. No es necesario, de verdad, volver a abrir una herida tan honda.
-Está bien –musitó.
Nada más deseaba yo que reencontrarme con Julieta. Sabía dios cuanto la había echado de menos. La había visto en mi propio entierro simbólico, en los días posteriores a mi resurrección, llorando entre los arbustos. Su terrible tristeza no hacia más que arrancarme trozos de un alma que ya no tenía. Alain había sido siempre sincero, y me había otorgado el tiempo que necesitara para abandonar a los míos. Dejar a Julieta había sido lo más desgarrador. No sabía como podría llevar el volver a verla después de tantos años. La había imaginado desde entonces, como sería de altura, como llevaría su pelo, sus manos, sus ojos grises. Me preguntaba si después de todo ella seguía siendo al menos un poco inocente, y si tendría esa risa de campanitas movidas por el viento. Miré mi reflejo en el espejo del cuarto de baño y me sentí rota. Los huesos se me dibujaban en todas las partes del cuerpo y asomaban en mi ropa por más que usase prendas holgadas, tenía los brazos y las piernas demasiado largas y las manos huesudas y finas eran como garras. Mi pelo ahora era negro y muy abundante, tenía los ojos amarillos, los pómulos puntudos y consumidos y los labios rojos y carnosos. Parecían ser el único lugar de mi cuerpo que había seguido con vida. La sonrisa era una de las cosas que había perdido para siempre, jamás había vuelto a sonreír después de mi muerte, jamás. Me observé de arriba abajo una vez más. Era obvio, un cadáver no puede sonreír. Alain me había dicho que ella se me parecía mucho, años atrás, cuando todavía me negaba a soltarla. Solo que estaba viva. Y yo, yo no estaba tan segura de estarlo genuinamente. Más allá de que había podido crecer después de muerta, el desarrollo de mi cuerpo se había basado en el adn maldito que me había regresado del más allá.