Julieta estaba más pálida de lo que jamás la había visto. Supuse que algo terrible habría acontecido y no iba a irme de allí sin averiguarlo. Pero primero debía ayudarla a sanar a su novio. El pobre tipo realmente se veía mal. Tenía la cara chamuscada y sangraba mucho. No podía articular palabra, pero por señas entendimos que partes de su cuerpo no las sentía.
Supe que ella estaba al tanto de algún tipo de cosa en esos momentos. Me había llamado en busca de ayuda para sanar a su novio y no para llevarlo al hospital como hubiese sido si fuera la Julieta de siempre. Eso me ponía nervioso pero no sabía cómo encarar el tema. Pensé en preguntarle mil veces como se había hecho aquello, pero la verdad es que un poco temía la respuesta, o como se pondría ella al decírmelo. No quería que perdiera la poca entereza que le quedaba. Rogué que apareciese Emma, pero parecía haberse esfumado y Julieta no la mencionó en ningún momento. Quizás las cosas hubiesen sido peor de lo que imaginaba y la pobre Juli ya estuviese a estas alturas al tanto de más cosas que las necesarias.
Lo primero que hicimos fue llevarlo a su habitación. Lloraba y se retorcía, pero era obvio que no podíamos dejarlo allí tumbado en el suelo en medio de su sangre. Quitarle la ropa fue un verdadero suplicio, tenía quemado todo el cuerpo, y de las quemaduras brotaba agua y sangre. Con Julieta hicimos cuanto estuvo a nuestro alcance, pero nada parecía calmarle. Me preguntaba qué habría pasado para que Enzo estuviera así. Lo compadecía. Era obvio que había sido el ataque de un brujo y no me quedaban dudas de que Julieta estaba al tanto, o al menos sospechaba algo. Me sentía mareado entre el olor a sangre y desinfectante. La cara parecía a punto de prendérseme fuego, y la mente me chillaba sola de tantos pensamientos que giraban dentro como si de una lavarropas se tratase.
-Escuchá Matt –balbució Julieta al menos después de media hora que no emitía sonido y solo trataba de calmar el dolor de Enzo con paños fríos –hay en el patio trasero unas plantas grandes de aloe vera. Cortá lo suficiente como para cubrirlo. Voy a vigilarte desde dentro y activar y desactivar las alarmas cuando salgas y vuelvas a entrar. ¿De acuerdo?
-Si –mascullé. Habíamos visto a los lobos aquella tarde con Milo, esperaba no toparme con ninguno en el dichoso patio. Francamente no podía negarme a ir en busca de esas plantas. Sí lo hacía, Julieta iría por su cuenta, lo cual sería mucho peor.
Afuera el aire era más denso que dentro de la casa. La magia de la bruja Emma flotaba en todos lados, pero de seguro eso no me protegería de un posible ataque licántropo. Los brujos nunca protegían a los cazadores, jamás. Exceptuando claro, la vez que los hechiceros nos habían utilizado para acabar con los legítimos. Recorrí la distancia que me separaba de las plantas que Julieta quería en un abrir y cerrar de ojos. Registré cada centímetro de patio, pero allí no vi a nadie. De todos modos no me atreví a sacar las manos de mi arma. En caso de emergencia no dudaría en usarla. No esta vez. Por un instante la imagen de Myra me llenó la mente. Cuando la recordaba intentaba retenerla en mis pupilas como si de una aparición se tratase. Pero estos no eran momentos.
Tomé todo el aloe vera que pude llevar y regresé junto a Julieta que temblaba en cuanto abrió la puerta. Quise preguntarle, pero tomó tan rápido las hojas y corrió escaleras arriba que no supe hacer otra cosa que no fuera seguirla. Al cabo de media hora habíamos cubierto a Enzo lo más posible. Ya no lloraba ni se retorcía. Estaba aparentemente dormido o desmayado, pero respiraba.
-Juli, necesitas tomar algo. Dejémoslo dormir. No podemos hacer nada más a menos que quieras llevarlo a un hospital. –dije
-No saben curar heridas de este tipo en el hospital –contestó significativamente –a menos que seas brujo.
-¡Ya lo sabes! –dije y acto seguido caí en la cuenta de no solo sabía algo sobre brujos, sino sobre mí también. De lo contrario no me hubiese dicho eso. Sus ojos grises refulgieron y acto seguido parecieron apagarse.
-Sí –afirmó con la cabeza gacha. Parecía no animarse a mirarme a los ojos.
Salió de la habitación, no sin antes comprobar cerraduras de ventanas. Caminó hasta la cocina lentamente y me ofreció un jugo. No podía quitarle los ojos de encima ni un instante. La curiosidad me carcomía por dentro.
-¿Cómo fue? –dije al fin.
-Enzo me lo contó todo –respondió con cansancio. Me sirvió el jugo con una lentitud que logró erizarme el vello de la nuca.
-¿Cómo te lo dijo?
-Sos un cazador –susurró.