Enzo estaba mejor. El remedio que Blaz había dejado, lo sanó casi por completo en cuestión de dos horas. La piel había sanado, los cortes cicatrizado y el color arrebolado de sus mejillas había regresado. Matt había preparado para comer unos sándwiches de queso que desaparecieron casi al instante. Llevaba horas sin probar bocado, y Enzo más de dos días.
-Todavía me quedan dudas sobre tu estado –Enzo enarcó las cejas.
- Voy a levantarme de esta cama te opongas o no. Estoy bien, esto ya pasó. No podemos quedarnos esperando a que ellos hagan de nosotros lo que quieran. Hay que tomar medidas.
-¿Qué propones? –Matt tenía el rostro cada vez más ensombrecido, pero haciendo caso omiso a mis súplicas de que descanse, seguía de pie junto a la puerta.
-No podemos hacer nada con personas que apenas pueden sostenerse –bufé.
-¡Julieta no tenés idea de la magnitud de esto en lo que estamos metidos! – Enzo hizo ademán de levantarse, pero lo empujé.
-No puedo terminar de creerlo tampoco –respondí
-Deberías contarle –musitó Matt. –Ella tiene que saber para poder ayudarnos en esto.
Ambos cruzaron una mirada indescifrable.
-Enzo por favor –suplique.
-Julieta eso va a tener que ser en el camino –juntó fuerzas y se bajó de la cama. Era obvio que todavía estaba dolorido –no podemos perder más tiempo –Matt lo ayudó a incorporarse. Me preguntaba cuando esos dos se habían hecho compinches.
- ¿Qué camino? ¡No pienso moverme de mi casa!
Enzo revoleó los ojos y adoptó un gesto cansado.
- ¡Ahí vas de nuevo! ¡Tenés la cabeza más dura que vi en mi vida!
- No sé si sos consciente de que no tenemos ya tu auto y de que el mío esta despedazado después de que se apareciese esa noche Sofía. Además ¿A dónde vamos a ir? ¿Pensás que Emma no va a encontrarnos? –dije con sorna, pero en realidad estaba aterrada de su respuesta.
-¡Estamos con ella en esto tonta! –respondió mientras se vestía.
Noté rigidez en mi cuerpo y pensé que iba a desmayarme en cualquier momento. La cuestión se venía más oscura de lo que pensaba y las personas no eran las mismas que creía hacia días atrás. Un mareo que comprimió mi estómago se apoderó de mi cuerpo. Las piernas me temblaban con una fuerza demasiado arrolladora para mí, aun así me obligué a caminar detrás de ellos, que parecían no darse cuenta de nada y comenzaban a descender las escaleras sin decirme a donde irían o si acaso me llevarían. Mi propia sangre corría dentro de mis oídos a una velocidad supersónica y estaba a punto de ensordecerme. Entonces sentí que algo mutaba, que una energía espesa y pesada se apoderaba de mis piernas y comenzaba a reptar por ellas, como si de un ente pegajoso se tratase. Prácticamente me iba arrastrando tras ellos. Lo que sea que fuera aquello no solo trepaba cada vez más rápido, sino que su fuerza me había enmudecido, y poco a poco también perdía la visión. Pero era inútil que lo intentára, no podía hacer nada. Y mucho menos pronunciar palabra. Mi cuerpo acabó por entumecerse y las articulaciones me raspaban y dolían como si entre ellas hubiese arena. Sentí húmeda la piel y supe que algo en mi había acabado para siempre.
Se hizo la oscuridad, mis ojos perdieron la visión completa del entorno que me rodeaba y mi cuerpo cayó flojo contra en el suelo frío del living. Las articulaciones se relajaron y dejé de sentir las paredes de mi cuerpo como un límite. No había una diferencia explícita entre el universo y yo, entre el afuera y adentro. Ni siquiera sabía cómo había llegado hasta allí. El gorgoteo de mis oídos se apagó también, y por unos instantes sentí que todo mi ser había quedado suspendido, intervenido por una quietud absoluta. Solo mi mente seguía trabajando, pensando, tratando de dar una explicación a aquello que me ocurría, inútilmente, aunque con el correr del tiempo el sentido animal de alarma comenzaba a degradarse y ya nada me preocupaba. Paso un tiempo, no tengo idea de cuánto. Quizás segundos, o minutos, o días, tal vez años. No tenía sentido el tiempo en el estado en que me hallaba.
Un siseo me desestabilizó y creí que aquel ente en el que me había convertido desaparecería. Ya me había acostumbrado a estar sorda, a la quietud y al placer del infinito silencio. Ajena al sonido completamente. El siseo nació desde algún lugar recóndito de mi mente y comenzó a crecer conforme cobraba velocidad. Me concentré en el siseo tratando inútilmente de apagarlo, y al cabo de un tiempo vibraba en todo mí ser. Ya comenzaba a distinguir de nuevo un afuera y un adentro. El límite de mi ser, era el límite del siseo, que dibujaba paredes en las que rebotaba y reverberaba. Cuando distinguí silabas, descubrí en ellas una intensión, que identifique como la del llamado. Entonces toda mi mente descifró de pronto el mensaje.