En cuanto Enzo encendió la luz de la habitación, pude verla con claridad. Había sido una mujer delgada y bonita. Su piel cetrina se veía aún saludable, como si en vez de estar muerta, solo durmiera. Pero yo sabía que no había vida en su cuerpo. Me acerqué hasta su cama y senté junto a ella. Matt era el vivo reflejo de su madre. Aún se adivinaba en sus gestos el altruismo que la había matado.
Unas vendas manchadas de sangre seca cubrían, lo sabía yo, un cuello desgarrado.
-¿Hace cuánto? –pregunté, una emoción poderosa había casi anulado mi voz.
-Siete años –respondió Enzo. Milo debía ser un niño pequeño. No podía imaginar cuanto habría sufrido. Entonces me acordé de Clara. Claro que sabía cuánto había sufrido.
-Váyanse –susurré, pero había sido una orden firme –quiero hacerlo sola.
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