Juntos, ¡pero jamas revueltos!

Capítulo cuatro: Portobello.

Hace mucho que no madrugaba.  

Según lo estipulado en el contrato, mi trabajo comenzaba a las siete de la mañana. Mi rutina frente al espejo era larga. Ni hablar de mi rutina frente al armario. Ese día tenía que lucir increíble para borrar de la mente de esos dos la imagen de la llorona recién salida del río.Usualmente me levantaba dos horas antes, pero la situación ameritaba que aumentara una hora. Estuve lista en tiempo récord. El resto de los minutos los usé para mentalizarme con la idea de enfrentar nuevamente a Black. Quisiera o no, él estaría presente y debía acostumbrarme.  

No tenía por qué sentirme intimidada, mi overol rosado que había comprado en oferta hace dos meses me dio el impulso que necesitaba para no hacerlo. Aún no podía asimilar que esa belleza de prenda me hubiese salido a precio de ganga. Me veía divina. Sobre todo, me veía segura de mí misma. Eso era lo que más importaba. 

—Hora de trabajar, primor. 

Tomé unas cuántas bocanadas de aire y me dirigí hacia la puerta. Trastabillé al ver el portafolio reposando en la mesa de noche. Sacudí mi cabeza y salí de la habitación.  

No esperaba que un exquisito olor a tocino invadiera mis fosas nasales. Mi estómago y yo fueron tomados desprevenidos y en un par de segundo me vi yendo hacia el origen del exquisito aroma como la abeja a la miel.  

Me detuve y aspiré el olor, sonriente. Mi paladar casi podía sentir el sabor de la carne tostada en mi boca. Olía tan delicioso que mi estómago rugió, añorando lo mismo que yo. 

Un pedazo de tocino. 

 Me enderecé al oír un carraspeo. El pequeño demonio estaba sentado en la mesa con un trozo de lo que parecía pan colgando de su boca. Black estaba frente a él —del otro lado de la isla de la cocina— con un delantal que tenía dibujado el cuerpo de Marilyn Monroe cuando pasaba por la corriente de aire y se le subía el vestido. Sus miradas me dieron a entender que parecían haber olvidado el pequeño hecho de que había comenzado a vivir en su casa.  

Alcé el mentón y continué caminando hacia la isla. Me senté en una de las esquinas y aclaré mi garganta. 

—¿Sigues aquí? 

—Buenos días para ti también, Micael. Estoy tan feliz como tú de pasar todo el día contigo —le sonreí, hipócrita.  

 Micael resopló y negó, como si aceptara de muy mala gana el hecho de que no me marcharía.

—Buenos días, señorita Herrero —mi sonrisa se esfumó. Black me miró con la misma seriedad que yo había adoptado.  

—Buenos días, señor Donovan. Creí que estaría encargada de hacer el desayuno. 

—Lo está, pero creía conveniente hacerlo yo por ser su primer día y así darle las instrucciones precisas —dijo, dándome la espalda para ir hasta la estufa. Respiré profundo, en espera de mi tocino. 

 Su ancha espalda no me permitió ver lo que estaba preparando en la sartén, pero mis papilas gustativas ya no podían soportarlo más. Tocó su oreja y comenzó a dar instrucciones acerca de unas telas. Fue cuando noté que tenía un auricular en la oreja. 

Cuando finalmente volvió a acercarse, tuve que hacer un gran esfuerzo de voluntad para no arrebatarle la sartén de las manos. Al ver lo que había dentro, la desilusión fue tal que no pude disimular.  

¿Vegetales y hojas?

—Es torta de portobello —expuso, dejando lo que parecía ser un sándwich tostado con un montón de plantas encima—. Es el desayuno favorito de Micael. Es una receta bastante sencilla. Los pasos están en la nevera, por si no puede memorizarlos—explicó. Presionó el aparato en su oreja—. No, Marina. Quiero el azul de Persia. El que me mostraste es azul cobalto. No combinará —mi vista se fijó en el plato. Aún estaba asimilando el hecho de que no era tocino—. Micael es vegetariano. Algunas veces tendrá que encargarse de el inventario de la comida. Debe procurar que ningún producto sea de origen animal.  

Alcé la mirada, pasmada. Lo miré a él y luego a Micael, incrédula—. ¿Eres vegetariano?  

—No me gusta atentar contra la vida de ningún ser vivo —contestó el demonio come hojas.  

—Eso es contradictorio si recordamos que ayer le pagaste a unos pandilleros para que me asaltaran con un cuchillo de cocina —espeté—. En fin, la hipocresía. 

 Estaba muy enojada. El hecho de que no pudiera comer ni un solo trozo de carne fue un duro golpe. Bendito sea el diablo ¡Incluso ya había pensado en un domingo de barbacoa con todos los gastos pagos por Black! 

—¿Tiene algún inconveniente con eso, señorita Herrero? De ser así, tendríamos que reevaluar su permanencia aquí. Mi hijo se toma muy en serio este tema. 

—Aborrezco a los come cadáveres —refunfuñó el niño. Torcí mis labios. 

«Y yo los aborrezco a ustedes». 

Mordí levemente mi lengua para no soltarla y decirle alguna barbaridad. Moría por la carne. Mi familia paterna era argentina y muy tradicional. Los asados siempre fueron sagrados y la carne nunca faltaba en el menú de la semana. Black lo sabía a la perfección, ¡incluso era quien adobaba la carne y hacía las morcillas los domingos! 

¡Él era consciente de que era una carne lover's!

—No. No tengo ningún inconveniente —dije entre dientes. Forcé las comisuras de mis labios para que se elevasen todo lo que pudieran. 

Black sonrió como si hubiese sido una victoria para él. En ese momento supe que, si ya de por sí parecían que las cosas no serían fáciles, él las haría peor.  

¿Iba a renunciar por eso? 

Já. Por supuesto que no.  

Mi vena competitiva y orgullosa jamás me lo permitiría. Primero se reventaba antes de que yo colgara los guantes. 

 Si había una persona que tenía que sentirse  perturbada por vivir bajo el mismo techo con su ex, esa no sería yo.  

Black asintió, como si hubiese sabido desde un principio que no retrocedería. Se quitó su delantal y lo guindó en un gancho que estaba a un lado del refrigerador.

Black siempre tuvo buen gusto para vestirse. Los años no habían acabado con ese sentido marcado de estilo. Odiaba que se viera tan guapo. 




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