Juntos, ¡pero jamas revueltos!

Capítulo veintitrés: Tsunamis de papeles

BLACK.

 

Amaba mi trabajo. Me consideraba afortunado porque no todo el mundo podía decir eso.

Había sido difícil llegar a donde estaba. Antes de trabajar en lo que me gustaba, tuve que asistir a empleos en los que solo deseaba que un enorme asteroide impactara contra el planeta y nos extinguiera y así no tener que seguir levantándome en las mañanas para ir. 

Sin embargo, incluso las cosas que amas pueden volverse agobiantes, sobre todo cuando tu fuente de ingresos es la creatividad y estás plagado de problemas personales. 

Sientes que cada idea que tienes no es suficiente y que no eres capaz de superarte a ti mismo. Todos tienen altas expectativas de ti, mientras que tú apenas y puedes mantener tus pensamientos en orden.

 La empresa crecía cada vez más. Tuve que dejar a un lado las decoraciones y los arreglos y concentrarme en las relaciones públicas y la administración.

 Es decir, un trabajo de oficina que detestaba porque tenía que estar pegado a un escritorio como una garrapata. 

Sumándole que debía encontrar un equilibrio entre ser empresario y ser padre, la primera faceta la consideraba un juego de niños.

Llevaba cuatro noches sin dormir adecuadamente. Sentía que veinticuatro horas no eran suficiente para cumplir con todos mis pendientes. 

¿Por qué era tan difícil ser empresario?

Nadie me había dicho que tendría que lidiar con mucho papeleo, firmar cosas todo el tiempo y tener a tantas personas detrás de mí diciéndome qué hacer y a dónde ir. 

Estaba haciendo mucho dinero para tener libertad y, en cambio, sentía que estaba echándome las cadenas al cuello.

Bajé a la cocina para servirme un café doble expreso y subí a las escaleras para regresar a mi pequeña oficina casera. Antes de entrar, escuché una música proveniente del estudio de baile. Aquel ritmo que escuché, nada tenía que ver con el ballet o algo que se le pareciese. Todo lo contrario. 

La intriga me hizo caminar hacia el estudio. La puerta estaba entreabierta. El “Súmale mambo pa que mi gata prenda los motores” se repetía una y otra vez. Abrí un poco más la puerta, intrigado.

Tapé mi boca para reprimir una carcajada.

Nunca imaginé que el segundo piso de mi departamento estaría lleno de pequeños maleantes y un antiguo criminal de la tercera edad, vistiendo leotardos y moviendo su retaguardia como jugadores de fútbol americano antes de atacar.

—¡Muevan esas caderas! —les exigió Rouse. Caminaba de un lado a otro, con los brazos detrás de su espalda. Lucía un vestido negro y suelto por debajo de las rodillas y un leotardo blanco. 

Tragué grueso y endurecí mi gesto al sentir un pálpito exaltante en mi pecho. Detestaba esas sensaciones, pero se las adjudicaba a los recuerdos que aún hacían mella en mi pecho, como esas antiguas minas de guerra que ya no servían de nada, pero que de vez en cuando se activaban.

Rouse era una antigua arma de guerra.

 Sí, esa definición le quedaba a la perfección.

—¡Esto no es ballet, es reguetón! —se quejó Julius. 

El que pensé que se quejaría por mover tanto las caderas —el anciano ladrón— parecía bastante cómodo haciendo el famoso twerking. 

Rouse no se inmutó.

Desde la universidad, siempre había notado su madera como instructora, a pesar de que en ese entonces se esforzó por demostrar lo contrario.  

No obstante, verlo personalmente era extraño. Nunca imaginé presenciarlo.

Era bastante severa y gélida cuando daba clases.

A pesar de lucir como una máquina estrictamente hecha para enseñar ballet, ni siquiera ella pudo mantenerse impasible al ver al anciano intentando hacer twerking. Tuvo que retirarse del salón y presionar sus labios para no reír. 

Al notar mi presencia, frenó en seco y endureció su gesto. Enarqué una ceja.

—Tranquila, puedes reír un poco. Tu secreto estará a salvo conmigo —susurré, burlón.

—Hay personas chismosas y luego estás tú, Donovan. —Abrí mi boca, luciendo ofendido—. ¿Crees que no sé que, la vez en la que hablé con Rebecca, estabas al pie de las escaleras escuchando?

—Las escuché por accidente. Además, cuando me preguntaste sobre Cindy, te dije que debías hablarlo directamente con ella, así que no soy un chismoso.

—Eso es porque ya no tenemos la confianza suficiente, pero de haberla tenido, me lo hubieses contado todo —gruñó. La miré, aburrido. Le dio igual mi gesto y regresó al estudio. Volvió a colocar las manos detrás de su espalda. Personalmente, tenía un conflicto interno con esa postura. Ella se veía muy “dominante”. Me hubiese gustado decir que mi conflicto era de masculinidad y ego, pero era todo lo contrario y otro pálpito exaltante estuvo de acuerdo con ello. Carajo—. ¡Muevan esas caderas o voy a pensar que el único joven aquí es Manuel! —señaló al anciano. Tuve el presentimiento de que el anciano practicaba twerking en su habitación cuando estaba solo.

Resoplé, malhumorado. Soplé mi café y le di un sorbo. Volví a echar un vistazo al estudio. Micael no dejaba de reír al verlos a todos. Sonreí.  Me sentí menos cascarrabias. Rouse me miró con severidad, una clara señal de que quería que me largara. Entorné los ojos y me retiré. 

Mi relación con Rouse era como la de los escorpiones y los lagartos de cola espinosa. Los lagartos tienen madrigueras para protegerse del sol y de los humanos, ya que las personas lo consideran un delicioso manjar. Para protegerse de ser comidos, los reptiles le dan cobijo a los escorpiones, para que estos no duden en envenenar a una mano en busca de un bocado.

 Estoy seguro de que el lagarto no le agrada demasiado la idea de meter a su casa a un escorpión agresivo y venenoso y dudo mucho que el escorpión también se sienta muy a gusto con el lagarto amigable, apetitoso y que todo el mundo adora. Incluso puedo afirmar que siempre tienen intenciones de asesinarse, pero acuerdan convivir por sobrevivencia. 




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