Afortunadamente, logramos salir en menos de dos horas.
El atuendo metalero me ayudó con eso. Uno de los policías era un fan acérrimo de Helios y me dejó salir antes de lo estipulado.
No ocurrió lo mismo con el señor Silva y su madre.
Sostuve la bolsa de hielo sobre mi pómulo. Bajé los escalones, de mal humor.
Honestamente, si hubiese estado en la cárcel por haber cometido otro delito menor, me habría sentido mejor por el simple hecho de haberme librado, al menos unas horas, de todas mis responsabilidades como empresario.
Sin embargo, había terminado en la cárcel por golpear a alguien de forma brutal, por el solo hecho de que este le dio una bofetada a Rouse.
¿Por qué había reaccionado de esa forma?
No era una persona violenta, ni en la más delicada de las situaciones. Aborrecía la violencia al punto de sentirme mal por gritarle a alguien. Pero cuando vi que ese imbécil se atrevió a asestarle una cachetada a Rouse, fue como si hubiesen golpeado mis vísceras.
Solo actué como cualquier otra persona lo hubiera hecho.
—Vaya. —Rouse bajó los escalones, negando una y otra vez. Se detuvo frente a mí—. Te ves terrible.
—Al menos no tengo papel higiénico en la nariz.
Se quitó el papel de la nariz de un manotazo. Alzó el mentón, arrogante.
—¿Cómo te trató la cárcel? ¿Fueron muy duros contigo allí dentro?
—Solo fueron cuarenta y cinco minutos dentro de una celda y una hora y quince minutos en la sala de interrogatorios tomando té con un policía que no dejaba de cantarme todas las canciones de la banda de Helios. ¿Qué hay de ti?
—Bueno, estuve esposada en las oficinas de la comisaría. Todos los oficiales fueron muy amables conmigo. Incluso hicimos duelo de fuerza. Gané —afirmó. No supe que era más grande, su sonrisa o su arrogancia.
—Bien por ti —gruñí, bajando los últimos escalones—. Ahora puedo decirle adiós a mi racha de ciudadano ejemplar. ¿Qué le diré a Micael?
—No le dirás nada porque no va a enterarse. No es como si fuera la primera vez que vas a la cárcel. En la universidad te la pasabas en la celda tres veces al mes.
—La razón es porque me culpaban de las fechorías que Helios había hecho.
—Pues tú tenías la fama y el psicópata de tu hermano, la aparente bondad. Además, estoy segura de que Helios no fue quien se metió en la casa del profesor Coll y le llenó la bañera de bolitas de gel, o como la vez en que te fuiste a esa huelga estudiantil contra tu propio padre y te arrestaron por desorden público porque le mostraste el trasero a un policía y le gritaste que él y el rector podían besarlo. O como la vez…
—Bien, bien —la detuve, serio—. Es suficiente, señorita Herrero.
El principal problema de Rouse siendo mi empleada, es que sabía que ella no me veía con respeto o como su jefe (como si lo hacían el resto de las personas que trabajaban para mí) sino que continuaba viéndome como un joven revoltoso.
Muy similar a los chicos a los que les estaba enseñando.
En vez de verme como su jefe, su mirada me daba a entender que bien podría ser parte de sus actuales alumnos de baile.
—Tranquilo. Su secreto está a salvo conmigo, señor Donovan —dijo, con una sonrisa burlona.
Rouse Herrero nunca se quedaba con alguna ponzoña.
La forma en que me miraba,en ocasiones, turbaba mi interior.
Era la última persona que quería que no me tomara en serio.
—Milton me dijo que llevó a Consuelo y a sus dos pequeños a mi departamento —manifesté, serio. No quería sentirme en confianza con ella. Me negaba fervientemente a hacerlo. Ella asintió, seria. Ambos bajamos los escalones y nos dirigimos al parqueo—, también me dijo que era muy arriesgado que estuvieran allí, ya que el señor Silva sabe mi dirección. No me agrada la idea de dejarlos en un hotel y no se me ocurre un lugar en el que realmente se encuentren cómodos y a salvo…
Caminamos hasta el estacionamiento, en busca de mi auto. La miré de reojo, asegurándome de que realmente se encontraba bien. Se veía mucho más fresca que yo, aunque había un pequeño moretón en su mejilla. Apreté mi mandíbula y saqué la llave de mi auto para encender la alarma. Milton le había pedido a uno de sus colegas que lo trajera hasta la comisaría.
Ingresamos al auto, sin decir nada. En cuanto encendí el automóvil, Rouse rompió el silencio.
—Hay un lugar donde pueden quedarse —dijo repentinamente. Como si lo hubiese estado meditando y su boca hubiese dicho inmediatamente la decisión que tomó.
La observé, intrigado.
—¿Dónde?
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Volvimos al edificio de mi departamento para buscar a Consuelo, a Julius y a los niños. Antes de irnos, me aseguré de que Micael continuase durmiendo.
Rouse puso una dirección en el GPS. No hice preguntas. Estaba seguro de que ella no quería que las hiciera.
La voz del GPS anunció que habíamos llegado a nuestro destino. Observé el lugar. Era un local. Tenía las persianas metálicas abajo y no había ningún letrero. Creí que nos habíamos equivocado, pero Rouse se bajó del auto, confirmándome con eso que estábamos en el sitio correcto.
—Es aquí —dijo, cerrando la puerta.
Observé a Consuelo y a Julius. Estaban tan confundidos como yo.
Rouse abrió la parte trasera del auto y comenzó a bajar las colchas y sábanas que habíamos traído del apartamento. Me encargué del equipaje más pesado. Me tomó por sorpresa ver que tenía llaves para abrir el local, pero me tomó más aún desprevenido ver el interior.
Era un estudio de baile.
El diseño era impecable y las decoraciones eran exquisitas. Le faltaba uno que otro arreglo, pero el piso, el estilo del recibidor y los colores hacían el sitio agradable. Las tonalidades iban del rosa viejo al guinda. Conté al menos trece tonalidades de rosa y unos que otros colores morados. Las letras eran corridas y de neón, al igual que algunos marcos luminosos (y que en ese momento estaban apagados). El recibidor era el único sitio con paredes blancas, pero el piso tenía era estilo ajedrez, solo que, en vez de blanco y negro, era rosado y azul. Lo que más me encantó del lugar fue lo que parecía una sala de espera. Había un mueble rosado debajo de un techo de vidrios y colocado entre la abertura de dos paredes, con dos columnas griegas de lado a lado. Había flores artificiales que parecían salir de las paredes y un exquisito tapete circular, tejido con franjas en zigzag en diferentes colores. Mi personalidad decoradora estaba fascinada por la minuciosa mezcla de colores en el interior y la forma en que armonizaban. El edificio estaba sobriamente ambientado, como si el edificio se hubiese acoplado a cada accesorio y decoración y no al contrario.
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Editado: 25.11.2024