Juntos, ¡pero jamas revueltos!

Capítulo 64/1: Dejar ir

Desperté por un familiar olor que alteró mis sentidos.

Tocino.

Ese olor no podía ser una artimaña vegetariana. Definitivamente debía provenir de la piel grasosa del cerdo cortado en finas tiritas.

Me levanté de golpe, fui al baño para cepillarme y echarme un poco de agua en el rostro y salí corriendo a la cocina.

No había rutina de skincare que fuera más importante que el tocino.

El tarareo incesante de Black era una clara señal de que estaba feliz.

Sonreí.

Yo también lo estaba.

Vi la sartén, como si aquella delicia fuera un espejismo.

Dejé un beso en su hombro, dejó de cantar al instante. Asomé mi cabeza por sobre su hombro.

—¿Realmente es tocino? —inquirí—. He pasado tanto tiempo en el mundo de las hojas, los vegetales y los aceites esenciales en contra de mi voluntad, que he olvidado cómo se ve la grasa trans y las células muertas y tostadas.

—Buenos días. Amanecí bien, gracias por preguntar.

—Pues yo te veo muy bien —dije, abrazándolo por la cintura y recostando mi cabeza en su espalda—. Por eso no pregunté.

—Por favor, Rouse, no me trates así. Pones a prueba mi autocontrol —aseveró. Reí, divertida—. Y respondiendo a tu pregunta; sí, es tocino sintético. Hecho a base de cuero de coco —respondió, girándose su torso un poco para darme un golpecito en la nariz.

—Si estás bromeando, dímelo. Porque a estas alturas soy capaz de creer algo así.

—Es tocino real.

Aplaudí, emocionada.

—Vaya forma de inaugurar el primer día de relación —sonreí, coqueta—. Debo admitir que has superado mis expectativas.

—¿Todas ellas? —inquirió. Dejó la sartén a un lado para darse vuelta por completo y sujetarme de la cintura.

Coloqué mis manos alrededor de su cuello—. Todas ellas —le aseguré. Lucía radiante. Su cabello estaba despeinado y se había afeitado la barba. Su loción alteró mis hormonas.

Su nariz rozó la mía antes de fundirnos en un beso y abrazarnos.

—Cuando desperté, temí que fuera un sueño—dijo, cerca de mis labios—. Pero luego te vi durmiendo a mi lado…—afiancé mi agarre alrededor de su cuerpo, dejándome embriagar por su aroma—. Entonces pensé que esto ameritaba un poco de tocino.

—El comentario más acertado que he escuchado en mi vida. —Me aparté para ver su rostro. Lo acaricié, temiendo también despertar en cualquier momento. Sonreí al ver que era tan real como las sensaciones que estaba experimentando con su cercanía—. ¿Te sientes mejor?

—¿Usted qué cree, señorita Herrero? —cuestionó con malicia. Aparté la mirada, sintiendo mis mejillas arder de solo recordar la noche anterior. Me sujetó de las mejillas y las vió, fascinado—. ¿Rouse Herrero sonrojada por el acto reproductivo? ¡Eso es nuevo!

—No seas ridículo.

—Me gusta —sonrió—. Podría acostumbrarme.

Volví a sentir mis mejillas arder y su sonrisa se transformó en una estruendosa carcajada.

—¡Lily, te digo que no funciona!

La voz lejana de Micael me dejó helada.

—Los chicos —dijimos al unísono, horrorizados.

Empujé a Black sin siquiera medir mi fuerza y su reciente debilidad. Me arrepentí en cuanto escuché su quejido.

—Tienes que dejar de empujarme así cada vez que quieras ocultar nuestra relación prohibida —musitó con voz ahogada.

—Lo siento.

Corrí hacia la estufa para tomar la sartén.

Los pasos en el corredor de los departamentos se fueron intensificando.

Me sentí culpable al verlo en el suelo, pero no podía arriesgarme a ir a su trinchera y que ambos quedáramos al descubierto.

Con un dolor desgarrador en el estómago, boté el tocino.

Hasta luego, delicioso.

Black comenzó a agitar sus manos para espantar el humo desde el suelo. Ni siquiera se molestó en levantarse.

—No sé por qué estoy haciendo esto —se quejó—. Me siento como cuando era adolescente y tenía que esconder a las chicas en el armario cuando mi madre llegaba. Pensé que cuando fuera cabeza de familia esto ya no pasaría... Entonces descubrí que ella hacía lo mismo y ocultaba a sus novios en el armario.

Negué, divertida—. Padme es mi ídola.

—Lo sé. Las dos están igual de locas…

—Entonces, ¿esto sería como la teoría de Freud?

Hizo una mueca de desagrado. Me causó gracia que aún no se levantara del suelo.

—No puedes decir eso cuando no llevamos ni veinticuatro horas de relación, Rouse.

—Tú acabas de llamarme loca.

—Bueno, si me dices eso mientras sostienes la sartén como si fuera un arma letal y me miras así, no me arrepiento tanto de haberlo dicho.

El tintineo de las llaves nos puso en guardia. Dejé la sartén en el fregadero y me aproximé a la isla. Black se quedó en el suelo, mirando hacia la nada. Quise lanzarle un tomate.

Finalmente, la puerta se abrió.

—Lily, por última vez, el helado no lo curará, solo lo empeorará —le escuché decir a Micael. Fue el primero en entrar al departamento.

—Si es de menta puede ser. ¿Verdad, mamá?

—No lo creo, cariño.

Los tres se detuvieron en medio de la sala al reparar en mi presencia.

—¡Rouse! —me saludó Lily.

—Buenos días, pequeña demonio. Micael. Ana —les saludé—. ¿Qué tal estuvo todo ayer?

—Todas las pinturas se vendieron. El faro de Cindy y la pintura de Lily fueron las más costosas —respondió Ana. Me miró con los ojos entrecerrados de arriba hacia abajo.

—Increíble. Felicitaciones, Lily.

—¿Cómo siguió papi? —inquirió Lily—. Quise traerle helado de menta, pero dijeron que eso no lo curará. Creí que moriría. Lloré mucho.

—No digas eso, solo fue una pequeña fiebre. Nada fuera de lo normal —le consolé.

—Oh —su mirada de decepción me dejó descolocada. Ana suspiró antes de explicarme.

—Es que luego Micael la consoló diciéndole que, si Black moría, ella podría quedarse con la casa y poner un tobogán.

—¡Amarillo! —exclamó Lily.

—Vaya —Black asomó su cabeza detrás del mueble.




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