Kamika: Dioses Guardianes

36. Sacrificio Familiar

 

Notaba a mis amigos correr delante de mí, tan rápido que con un paso en falso caeríamos cuesta abajo, pero lo único que conseguía ver eran las ramas de los arboles chocar contra mi rostro que trataba de proteger con los antebrazos. El olor a polvo y bosque impregnaba el aire junto con la poca niebla que quedaba. Los crujidos de nuestros pies sobre las pequeñas ramas corriendo colina abajo eran el único sonido en medio de toda esa confusión, de todo ese caos.

Hades escapó, Cailye se encontraba herida de gravedad, Kirok se había convertido en mi familiar… Apenas era consciente de lo que estaba pasando a mi alrededor, no tenía fuerzas para pensar más allá del presente. Mi cabeza era un gran nudo de problemas, demasiado grande para desenredarlo.

—Debemos buscar un lugar para revisarla, eso no es sangre, es icor. Necesitamos detenerlo, lo sabes —dijo Evan mientras corría al lado de Andrew, quien llevaba a Cailye en brazos con sumo cuidado.

—¿En dónde? —respondió él, frustrado—. Maldición, aquí no hay nada.

Nos detuvimos, casi al pie de la montaña, al escuchar la sugerencia de Evan. Ya no hacía tanto frio, pero el ambiente estaba cargado de tención. Con Kirok ahí las cosas solo se ponían más complicadas, y estaba segura de que si no fuera por el estado de Cailye ya lo habrían interrogado. Nada salió como lo planeé; todo se salió de mis manos, aunque las cosas jamás estuvieron en ellas para empezar.

Me cubrí el rostro con las manos; estaba tan confundida y preocupada por la situación y en especial por mi amiga, que no podía ni hablar. Mi corazón amenazaba con salir corriendo y esconderse donde nunca lo pudiera encontrar, y quería acurrucarme en el suelo y llorar, y llorar, y seguir llorando. Pero en su lugar me concentré en lo importante; de todos los problemas que nos rodeaban, el más urgente era Cailye.

—¿Cailye? —escuché el susurro de Andrew— Cailye…

Levanté la vista de inmediato, y observé cómo Cailye movía un poco las manos, desorientada, mientras trataba de mantener los parpados arriba. Estaba despertando. Gracias a los dioses estaba despertado. Debía encontrar la forma de curarla, de neutralizar el icor, o de lo contrario consumiría todo su cuerpo como llamas a una hoja.

En ese momento, el crujido de una rama al romperse a mi espalda alertó mis sentidos. Me giré casi de inmediato, temerosa de que fuera algún monstro, y apunté mi arma contra la persona que se hallaba parada unos pasos detrás de mí. Era una mujer mayor, cuyos ojos me observaban muy abiertos.

—No me lastimes —pidió, en tono apenas audible—, no soy una amenaza.

La mujer era alta, de cabello gris, y sus ojos verdes nos miraban con duda y miedo, pero a la vez con esperanza, como si suplicara con su expresión por una salvación. Por sus rasgos supe que debía tratarse de una habitante de la ciudad, tal vez formaba parte del grupo de personas que vimos antes entre los árboles.

—¿Quién es usted, y qué hace aquí? No es un lugar seguro —Bajé la espada, puesto que la mujer no representaba ningún peligro, pero aun así mi pecho subía y bajaba sin secuencia.

Soltó aire, y luego de barrernos con la mirada clavó sus ojos en mí.

—Ustedes son los Dioses Guardianes, ¿verdad? —quiso confirmar.

Recordé las palabras de At hacía varios minutos, sobre la fe de los humanos hacia nosotros y que así obteníamos nuestro poder; si estuviera cerca me lo repetiría, pero la lechuza decidió alejarse de nosotros debido a la presencia de Kirok. No se encontraba lejos, podía sentirlo, pero tampoco la alcanzaba a ver entre el poco banco de niebla que quedaba.

—Así es —respondí, y a la mujer se le curvaron las comisuras de sus labios hacia arriba.

De nuevo sentí esa punzada en mi pecho, que indicaba la reacción de la Luz de la Esperanza, como un tambor sordo de firme percusión. Se debía a la mujer frente a mí, su esperanza era tan viva que repercutía dentro de mí en tan poco tiempo en mi presencia. Era casi abrumador la efervescencia de su fe.

—Ailyn —advirtió Sara a mi lado, mirándome como si me hubiera vuelto loca, y luego murmuró cerca de mí—: No puedes decirle quienes somos.

La miré por el rodillo del ojo, y traté de sonreír para acompañar mi próximo comentario, pero no pude.

—Sara, si ella no cree en nosotros, si no le damos esperanza, ¿qué lo hará? Estamos aquí por ellos; se merecen saber que su fe está bien fundada, que todo estará bien.

Mi amiga se quedó callada, observándome con fijeza como si procesara mis palabras, mientras me dirigía de nuevo a la mujer.




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