La primera vez que presencié cómo la tierra cubría un ataúd, me envolvió una sensación indescriptible. No podía decir que conociera a Janice pero el sentimiento de saber que una vida podía llegar a su fin era intenso e impactante.
Parecía ser que nuestros ojos se encontraban ciegos hasta que nos veíamos de frente con el rostro de la muerte.
La vida en Ramah se había visto alterada por lo que le había pasado a Janice. A pesar de estar rodeados de una naturaleza muchas veces peligrosa, hacía mucho tiempo desde que un animal hubiese matado a alguien.
— ¿Por qué todos visten de negro? —preguntó Bruce.
La pregunta rompió el silencio e hizo que Syed y yo le mirásemos fijamente. Incluso en un funeral no había manera de impedir que el moreno hiciese uno de sus comentarios.
— Es tradición —respondí.
— No sé por qué sigues molestándote en contestarle —Syed puso los ojos en blanco— sus neuronas se han reducido tanto que ha perdido la capacidad de pensar.
— Sí pero, ¿qué sentido tiene? Es algo totalmente obsoleto —continuó Bruce.
— ¿Podrías guardarte esos pensamientos para ti? —alzó la voz Syed— ¿Sabes? Podrías caerle mal a algún familiar que esté enterrando a un muerto.
— ¿Cómo a France?
Si Janice Collins era la típica chica popular en el instituto su hermana era todo lo contrario. Siempre con ropa oscura pero, de cierta manera, despampanante. Destacaba mucho más con sus vestidos aparatosos cubiertos de calaveras que si se pusiera un letrero en neón sobre su frente.
— ¿Crees que se la habrá cargado?
— ¿Qué? —dije confuso. Syed debería dejar de divagar tanto.
— France odiaba a su hermana. No me parecería extraño que le hubiese tirado encima uno de los animales que colecciona.
— Realmente estás enfermo.
— Tal vez.
El religioso terminó de hablar en el mismo instante en el que la pala que manejaba uno de los hombres se detuvo dejando apenas entrever unas pocas vetas de la madera. La familia de Janice se acercaba con lentitud y dejaban caer una flor sobre la tierra que cubre el ataúd.
La última en hacerlo fue France quien colocó con gran delicadeza la orquídea blanca que antes aferraba con fuerza y que destacaba sobre el rojo de las demás.
— ¿Cuánto queda para llegar? —preguntó Syed.
— No mucho —mi padre giró la cabeza para contestarle.
Shreveport no se encontraba muy lejos de Ramah pero el trayecto se hacía largo por la ausencia de distracciones en el camino. Una gasolinera, pequeñas edificaciones y alguna que otra tienda de comestibles.
El monótono paisaje que siempre había estado presente en nuestras vidas ahora no nos era de mucha ayuda. Ni siquiera mi móvil fue capaz de resistir después de una larga noche de lectura que acabó con gran parte de la batería.
— Primero pasaremos por la librería de tu madre, Syed. Nos dijeron que pasásemos por la universidad sobre las cuatro así que nos dará tiempo incluso de bajarnos e ir a saludar a tu madre. —dijo mi padre— hace tiempo que no hablo con ella, ¿cómo está?
— Como siempre, muy ocupada entre libros. Está bastante emocionada con la nueva tienda y la idea sobre la temática.
La madre de Syed era una mujer increíblemente creativa. De hecho, estudió Bellas Artes aunque luego quiso dedicarse a algo relacionado con su pasión por la lectura. Pero hay que decir que consiguió unificar las dos cosas: en el fondo de la tienda frecuentemente colocaba un espacio reservado para un tema en concreto. La de Ramah tenía un rincón para las novelas negras, la de Rosedale se especializaba en personajes de época y la de Erwinville giraba su decoración y contenido en torno a libros clásicos.
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Editado: 08.09.2019