Kelpie

7. Naúfragos

Apoyé mis manos en el suelo para ponerme en pie. Me sentía mareado, con la boca seca y desorientado. France también empezaba a moverse cuando apoyé mi mano en su hombro.

—¡France! ¿Estás bien?

Me miró y asintió con lentitud mientras yo la ayudaba a sentarse. La vi igual de desconcertada que yo y me preguntaba si ella habría visto lo mismo en aquella cueva.

—¿Quieres levantarte? —le pregunté.

—Sí, no podemos perder el tiempo.

Caminó unos pasos y se tambaleó. Yo avancé un paso para sujetarla cuando me di cuenta de su estado. De su brazo corría una hilera de sangre que goteaba hasta llegar al suelo.

—¡Joder, estás herida! —exclamé.

France me miró sin entender durante unos escasos segundos hasta que señalé su brazo. Lo elevó en el aire e intentó limpiar la sangre con la manga de su chaqueta.

—No me duele— susurró.

—Debería hacerlo.

Alargué mi mano hacia ella y busqué el origen de la herida. Brotaba tanta sangre que apenas podía distinguir nada y no podía explicarme cómo era que France no notaba nada. Cuando me di cuenta de lo que realmente la hacía sangrar, me recorrió un escalofrío por todo el cuerpo.

“CONECTA”

Las letras estaban bien delineadas en el brazo de France, los cortes eran muy profundos y, en aquel momento, temí que se desangrara.

—¿Quién te lo ha hecho? —pregunté.

—Creo que es más un qué que un quién —susurró—tenemos que volver a casa.

—Tenemos que ir al hospital —le refuté.

—Estaré bien.

Negué con la cabeza y le toqué la herida con la mano. France se estremeció pero no hizo ningún sonido. Y entonces las letras desaparecieron.

—Nos volvemos. Ya.

France no discutió y me siguió sin protestar durante todo el camino. Volvimos a Ramah en autobús. El silencio fue nuestro compañero hasta llegar a la puerta de la caravana de Bruce. En el momento en el que nos sentamos en las sillas del comedor, el sol comenzó su descenso.

—Me acerqué a aquella cosa y, antes de que me diese cuenta, me tocó con toda la palma de la mano en la frente—nos contaba France.

—Y te despertaste con un mensaje extraño en el brazo—terminó por ella Bruce.

Después de haber terminado mi relato y France el suyo, ambos miramos a Bruce esperando por su reacción.

En resumen, no era la que esperábamos. Se tomó en serio cada una de nuestras palabras y estaba dispuesto a ayudarnos con toda aquella locura.

—Debemos decírselo a Syed también —dijo— tiene el derecho de saber a qué nos estamos enfrentando en Ramah.

—Syed es mucho más escéptico que tú —le rebatí.

—Pues nos tendrá que creer a la fuerza.

Suspiré previniendo lo que se avecinaba. Estaba cansado, no sabía realmente a lo que me estaba enfrentando y aquella criatura se había llevado a mi padre.

—¿Dónde está la piedra? —me preguntó France.

—La debo de tener por aquí.

Comencé a rebuscar en los bolsillos del pantalón y de la sudadera hasta que saqué la gema de uno de ellos. Resplandecía iluminando la habitación y vibraba a un ritmo constante.

—¿Puedo verla? — dijo Bruce alargando el brazo.

Asentí con la cabeza y me incliné para darle la gema. En cuanto nuestros dedos rozaron una luz más intensa iluminó la caravana. Ambos intentamos apartar la mano pero ninguno de los dos pudo. Y entonces perdimos el conocimiento y recordamos.

Tres años atrás

            El velero surcaba con lentitud las aguas de la costa de Shreveport. Hacía meses que no se le habían dado uso debido a que la familia Ross se había visto atrapada por su trabajo. Los padres de Bruce eran biólogos y llevaban años investigando las criaturas acuáticas del Atchafalaya.

            No era la primera vez que me invitaban a pasar unos días navegando en su velero. De hecho, casi se había vuelto una tradición con los primeros días de julio. Llevábamos ya una semana en el barco, durmiendo en un camarote demasiado estrecho y disfrutando del océano. Solíamos levantarnos por las mañanas a pescar lo que se convertiría en nuestro almuerzo y por las tardes disfrutábamos nadando o haciendo buceo. Eran unas vacaciones en el sentido completo de la palabra. Nada de trabajo, móviles ni tareas de las que hacerse cargo.

            Cuando ocurrió todo nos encontrábamos finalizando el viaje, a apenas una hora de atracar en Shreveport. El sol ya se había ocultado y yo estaba con Bruce en el camarote haciendo pasar el tiempo. Habíamos sacado las cartas y no mentiría si dijera que desde hacía dos horas seguíamos con la misma partida. No era porque el juego tuviese una duración descomunal como el mismísimo Monopoly pero Bruce no conseguía entender las reglas.



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En el texto hay: asesinatos, sirenas, terror

Editado: 08.09.2019

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