Kushim - Parte 1

Senet

Senet.  
Los siguientes siglos, encomendé mi vida a la ayuda del prójimo. No creía en los dioses que los demás veneraban, Set, Ra, Horus, y toda esa retahíla de deidades no significaban nada para mí. Tampoco creía en los faraones, no entendía su influencia en el pueblo, aborrecía sus intrínsecas dinastías y sus ambiciones desmedidas. Lo único en lo que todavía tenía fe era en la bondad del ser humano, y todo gracias a Jahi.  
Él me enseñó que son los pequeños detalles cotidianos de la gente común los que mantienen el mal a raya..., pequeños actos de bondad y de amor. Por él me entregué de buen grado, dediqué mi existencia a practicar la benevolencia, quería ser un ejemplo de esa magnanimidad que algunos como Jahi exhibían.  
Me movía de manera constante por las diversas ciudades y agrupaciones de población, nunca me quedaba demasiado en un lugar, ya que podía ser peligroso para mí. 
Hieracómpolis, Abydos, Naqaba, Tebas, Menfis, Asuán, Buto, Dehenet, Edfu, Gebtu, Heliópolis; viví en todas ellas y en muchas más. Establecí diversas normas para conmigo y siempre intentaba cumplirlas. Una de ellas era no vivir más de una década por ciudad. A algunas regresaba pasados los años, pero siempre manteniendo la prudencia. Yo no envejezco y eso podía provocar que algunas personas hablasen de mí y concibieran teorías alarmantes y rumores varios.  
Durante mi estancia en la ciudad de Tebas tuve un problema relacionado. Mis vecinos me vieron herirme la mano de gravedad y en cuestión de horas la herida había desaparecido sin dejar ninguna cicatriz. El vecino pasó por mi casa para ver si estaba bien y se percató de la inusual curación. Eso les hizo sospechar de mí, yo les aseguré de que mi pronta recuperación se debía a ungüento que elaboraba con plantas medicinales, pero aún así, después de ese encuentro, notaba como me vigilaban. Después de un lustro en Tebas, tuve que marcharme para poder vivir tranquilo. 
En esos siglos me convertí en pescador y recolector. Pescaba en el Nilo y en la costa, y lo compartía todo con los mas necesitados. Lo mismo hacia con frutas y verduras. En los núcleos urbanos existía la prosperidad, pero no todos gozaban de ella. Huérfanos, ancianos, personas que habían nacido en la mayor inmundicia y muchos otros desfavorecidos. Todos merecían ayuda y una oportunidad.  
También me encargué de enseñar a leer a los más pequeños y de facilitar las recuperaciones de los enfermos con mis conocimientos de botánica. Siempre que encontraba a algún samaritano que necesitaba ayuda trataba de socorrerlo o facilitarle lo que tuviera a mi disposición. Incluso algunas veces regalaba mi propio sustento diario, me gustaba comer, pero otros lo necesitaban más que yo.  
Así viví el paso de varios siglos. Mientras ejercía mi labor me percaté de que estaba siendo un manuscrito viviente, viví y experimenté en mis propias carnes los avances que se sucedían en la comunidad y en toda la región. Un ejemplo que perdura aún en mi memoria, fue durante mi estancia en Saqqara. Por pura casualidad yo estaba allí cuando Zoser mandó construir la primera pirámide escalonada.  
Nunca imaginé que esa acción sería algo que arraigaría de tal manera en la cultura antigua y mucho menos que se convertiría en una usanza de las épocas venideras. Yo ni tan siquiera entendía la fijación que todos parecían tener con lo que había tras la muerte.  
Lo que más me sorprende es que a día de hoy se siga teniendo tanto interés, supongo que nunca deja de existir el miedo a lo desconocido, y nada es más turbado e inquietante que la perpetua no existencia.  
A decir verdad, después de morir tantas veces, nunca he experimentado nada. Solo la oscuridad, la no consciencia, el vacío y la oquedad de una cáscara deshabitada. Quizá por eso jamás he podido comprenderlo. En ese tiempo era casi enfermizo, la momificación, los monumentos fúnebres; incluso había personas encargadas de depositar comida en las tumbas de los más poderosos e influyentes, se tenía la teoría de que aún muertos necesitaban nutrirse para mantener la sintonía entre cuerpo y espíritu. Esto no era lo más espeluznantes, algunos siervos eran momificados con los faraones para servirles en la otra vida, e incluso se momificaban animales domésticos.  
Después de Zoser lo reyes venideros hicieron tumbas más hermosas que las casas de los vivos, dando más valor al nombre de sus antepasados que al de sus descendientes. Con todo lo que sé ahora, y con todo lo que he pasado, solo puedo pensar en que todo lo que hacían no eran más que delirios de personas que vivían desinformadas. Creo que, para algunos seres humanos, a veces, es mejor creer una fantasía que asumir una realidad.  
Aunque esa mórbida obsesión me aportó algunas satisfacciones, entre ellas conocer a Imhotep, el cuál fue el arquitecto que diseño la maravillosa pirámide escalonada. Su fama le precedía, sus dotes eran aclamados en gran parte de los territorios. Tuve en placer de conocerle en la propia Saqqara, no fue algo especial, una pequeña y amena charla. Al conversar con él me di cuenta de que sí era un verdadero erudito de la época. Hablamos sobre botánica y diferentes tratamientos para algunas dolencias. Fue muy estimulante. En cierto modo me recordaba a Jahi, porque al igual que él, era alguien adelantado a su tiempo. 
Durante esos siglos no quise tener relaciones personales de ningún tipo. Me relacionaba con muchas personas, sin embargo, nunca entablaba vínculos afectivos, me delimitaba al respeto y la cordialidad. No es que me gustase la soledad, es que sabía que mi condición era también una condena.  
Yo iba a sobrevivir a todos mis seres queridos, incluso a aquellos que todavía no habían nacido. Ese pensamiento era algo que me obsesionaba y que me hacía regirme por mis normas. Mis reglas funcionaron a la perfección, pero aún así acabé quebrantándolas en algunas ocasiones. No fue porque yo lo buscase, de nuevo el azar actuó caprichoso, ignorando mi voluntad.  
Todo empezó en el Nilo. Caminaba junto a la orilla, cargado con mi caña y con un canasto, como tantas veces antes, tenía la intención de pescar, y mientras buscaba el lugar idóneo fue cuando lo advertí.  
Había un niño chapoteando en la lejanía. La corriente era menos brava en esa área, pero el niño no parecía ser capaz de poder escapar de la fuerza del agua. Sin pensarlo dos veces, dejé caer mis objetos al suelo y corrí a toda velocidad en su auxilio. Me zambullí y nadé hasta él lo más rápido que pude. Cuando estaba muy cerca el joven se hundió. Me sumergí, y con más fortuna que maña logré atraparlo. Lo agarré y pasé su brazo por mi cuello, con todas mis fuerzas comencé a nadar hacia la orilla.  
Para mí fue un esfuerzo titánico, salí jadeando y exhausto del agua, pero ni podía ni debía detenerme todavía. Recosté al pequeño de lado y le golpeé suavemente la espalda. Una vez tras otra, pero sin ningún éxito. Volví a recostarlo y presioné su pecho con ambas manos. No sabía muy bien que estaba haciendo, no obstante, funcionó. El muchacho empezó a expulsar, abrupto, el agua por su boca y su nariz, una vez la expelió logró comenzar a respirar.  
Estaba asustado, cosa normal, pálido y agitado, pero vivo. Me senté a su lado y mi respiración comenzó a estabilizarse, entonces una mujer apareció frenética desde la lejanía. Gritaba despavorida mientras corría hacia nosotros. Al llegar se lanzó sobre el pequeño, esa mujer resultó ser su madre.  
El crío estaba conmocionado, miraba aturdido a su madre mientras esta lo achuchaba. Al verme a mí se deshizo en halagos. Me agradeció entre lágrimas mi intervención. Yo le resté importancia, pero ella hizo lo opuesto. Me pidió encarecidamente que la acompañase a su casa, que me pagaría a modo de retribución por mi valor. Me negué en rotundo, no había actuado para obtener una recompensa. Aún con mi negativa, la mujer insistió, concluyó diciendo que al menos debía permitirle que me invitase a un plato caliente. No sé exactamente porqué, pero respondí que sí.  
El pequeño ya se encontraba mejor y no tuvo problemas para ponerse en pie, cuando lo hizo nos marchamos los tres juntos. Durante el trayecto hasta la ciudad la mujer se presentó y me habló de su familia. Ella se llamaba Kytzia, y el pequeño, era Yafeu. Me contó que tenía otros dos hijos, pero que ellos estaban con su padre. Me explicó que Yafeu era muy activo y siempre necesitaba estar ocupado. Era algo fácil de percibir, el pequeño no paraba de moverse, aún cuando hacía algo tan simple como caminar, lo hacía moviendo el cuerpo mucho más de lo necesario. Era un crío poco hablador y muy introvertido, pero muy vivaz.  
Abidos era la localidad más próxima, en la que ellos vivían, estaba situada muy cerca, así que fue fácil llegar hasta la ciudad.  
Caminamos por sus calles, las pasamos hasta llegar a una construcción alejada de la aglutinación residencial. Al llegar me sorprendí enormemente.  
La arquitectura había avanzado lenta pero progresivamente durante los siglos, las casas más usuales estaban fabricadas con ladrillos de adobe y recubiertas con capas de yeso. No existía el vidrio, pero algunas tenían ventanas cubiertas con barrotes para evitar incursiones de ladrones o animales salvajes. Algunas ya incluso tenían cerraduras simples, muy rudimentarias, con llaves de hueso o madera. Los vestíbulos eran la estancia más ornamentada, y en las viviendas con más recursos tenían hornos en las cocinas para elaborar su propio pan. Pero esta casa distaba muchísimo de lo que estaba acostumbrado a ver. Era más un palacio que una casa. La mayoría de sus paredes eran de piedra, una particularidad solo reservada para templos y personas influyentes de aquel entonces. Estaba pasmado, lo último que esperaba al despertarme aquel día era acabar en un lugar tan ostentoso.  
Después de tantos años residiendo en viviendas destartaladas, algunas abandonadas e incluso en campamento improvisados a la intemperie, me resultaba muy extraño estar en semejante lugar.  
Kytzia me guio por varias habitaciones y corredores hasta llevarme a un elegante salón. Me pidió que esperase sentado y eso hice. Ella y el crío se fueron y tras un breve momento regresaron. Al volver los acompañaba una mujer mayor, una anciana en aquella época. Portaban consigo varios canastos y vasijas. A pesar de que disponían de múltiples siervos, me atendieron personalmente, entre los tres fueron rellenando la mesa. Les aseguré que no era necesario que se molestasen, pero Kytzia persistió. Carne de diferentes tipos, verduras y frutas, pan e incluso postres, todo acompañado de cerveza y vino. Comí y prácticamente devoré todos los alimentos. Todo estaba excelente y disfruté comiendo como hacía tiempo que no lo hacía.  
Cuando terminé me levanté dispuesto a marcharme, pero de nuevo Kytzia intervino. Me trajo ropajes que ella misma tejía para su marido y me hizo probármelos. Se marchó para concederme intimidad y retornó a mi señal. La ropa me estaba ligeramente holgada, pero los tejidos eran de muy buena calidad, muy superiores a los que yo solía usar.  
Mientras Kytzia arreglaba los bajos del pantalón, Yafeu y yo aguardábamos. El pequeño me miraba como si algo en mí le interesase, me observaba atentamente, pero sin decir nada. De pronto escuché pisadas cerca e instintivamente miré en esa dirección. Del pasillo que conectaba la habitación con el resto de la vivienda emergieron tres personas más. Uno era un hombre, tosco y de complexión musculosa, tenía una descomunal y densa barba negra que distaba mucho de su cabello, que era extremadamente corto. El segundo era un muchacho, bastante más mayor que Yafeu, era delgado y lampiño. La tercera fue quién acaparó mi atención, casi sufrí una epifanía al verla. Al pasar la puerta, y tenerla más cerca, se erizó el bello de mis brazos y sentí un escalofrío en las piernas. Era increíble lo semejante que era a Azarath. El mismo pelo ondulado y azabache, lo mismos ojos grandes y despiertos, la misma sonrisa. Era casi como tenerla otra vez frente a mí. En cuanto pasaron al interior de la habitación, Kytzia se levantó y le relató a su esposo lo sucedido. Él hombre barbudo era su marido, y los dos jóvenes eran sus hijos mayores.  
Tarik era el nombre del hombre, Adio el del primogénito y la chica se llamaba Urbi.  
En ese momento me costaba hablar, ver a Urbi me había conturbado. Al enterarse de los sucedido Tarik se aproximó y me agradeció mi intervención. Fue lisonjero conmigo, alabó sobretodo mi valentía. Me excusé alegando que cualquiera habría hecho lo mismo y eso hizo que Tarik esbozase una escueta sonrisa. Les pidió a su esposa e hijos que nos dejasen a solas y al servicio que trajesen vino. Intenté rehusar su oferta, no obstante Tarik era uno de esas personas que no permiten un 'no’ como respuesta.  
Cuando Urbi se marchó fue como si yo recuperase la cordura, cuando ella estaba no podía dejar de mirarla con disimulo, pero en su ausencia volvía a pensar con claridad. 
El empleado volvió cargado con una jarra y dos vasos. Los posó sobre la mesa y los rellenó. No tenía del todo claro que estaba sucediendo, ni las intenciones de Tarik, estaba realmente confuso con la situación.  
Tarik comenzó hablando de sí mismo mientras las copas de vino se sucedían una tras otra, en cuanto terminábamos una, el sirviente retornaba a llenar los recipientes.  
Tarik hizo una declaración que respondió a muchas de mis dudas. Resulta que él era nada más y nada menos que el normarca designado en Abydos. Los nomos, también conocidos como 'Sepat', eran divisiones territoritoriales, así como hoy en día se puede considerar una ciudad y su extensión. Él solo tenía que responder ante el faraón, que, si no recuerdo mal, era Nebkara por aquel entonces. Las funciones de un nomarca abarcaban diferentes frentes, era responsable de la irrigación, del rendimiento agrícola, recaudar impuestos y fijar los límites de las propiedades después de la inundación anual, entre muchas otros desempeños. Cuando me informó de eso entendí como podía poseer una residencia de semejantes características. 
Tras una breve narración por su parte, cambió drásticamente el devenir de la conversación y fue él quién empezó a preguntar. Me preguntó de dónde era, si tenía familia, cómo había acabado en Abydos. No tenía motivos para mentir y fui honesto en casi todo. Le dije que venía de Menfis, que ya no tenía familia y que ahora vivía como un nómada. Al escuchar que mis esposa e hija habían sido asesinadas le cambió la expresión. Me dio sus condolencias y comentó que ni podía ni quería imaginar lo doloroso que tenía que haber sido. Yo asentí y apuré mi vaso, en cuanto lo hice, el sirviente lo volvió a rellenar. Habían pasado ya muchos siglos desde mi pérdida, sin embargo, el dolor no había desaparecido, aunque era más soportable. 
Me preguntó si sabía leer y escribir, le respondí sí. Me preguntó si tenía algún talento especial. Quizá fue la embriaguez por el vino, pero con cierta pedantería afirmé que tenía muchos. Tarik sonrió descaradamente al escucharme. Pero tras una breve risita por su parte, su expresión cambió a una imperturbable seriedad. No sabía que podía esperar, fue entonces cuando Tarik me preguntó porqué había rescatado a su hijo. La pregunta me causó desconfianza, pero aún así le contesté. Me limité a responder que lo hice porque podía. Su ceño fruncido desapareció y su sonrisa volvió. De nuevo Tarik realizó una pregunta que me desconcertó. Esta vez me preguntó si yo creía en el destino. Antes de que le contestase comentó que él si lo hacía. Y que estaba seguro de que el encuentro no había sido casual. Le escuché con atención, yo no creía en el destino, pero me interesaba saber donde quería ir a parar con sus insinuaciones.  
Curiosamente todo concluyó con una oferta de trabajo. Tarik deseaba un empleado leal, alguien en quién pudiese confiar ciegamente, alguien sin ambición ni codicia. No tenía la intención de aceptar su propuesta, pero por mera curiosidad le pregunté en que consistía el trabajo. Según me explicó Tarik, en ese momento solo quería alguien que le ayudase con sus labores como padre y como normarca de Abydos.  
Tras escucharle le aclaré cortésmente que agradecía su proposición, pero que la rechazaba. Al oír mi negativa su expresión se transformó, parecía indignado con mi declaración. He de recalcar que cuando Tarik estaba serio tenía una expresión muy intimidante. Con una voz tosca y lacerante comenzó a avasallarme. Me preguntó si alguien me esperaba, y respondí no, me preguntó si tenía una casa que atender o un trabajo que realizar, y de nuevo dije no. Entonces se encogió de hombros y me preguntó el motivo por el cuál no quería aceptar su ofrecimiento.  
En ese instante no supe que decir, el vino había emponzoñado mis sentidos y mi pensamiento. Tarik, con gran obstinación, continuó insistiendo. Me aseguró que siempre tendría cobijo en su hogar, que nunca me faltaría un plato en la mesa y que podría irme cuando quisiese. Lo último que me dijo fue que probase, y que si no estaba a gusto retomase mi camino. Puede que fuera su insistencia, sus palabras o incluso que fuese por Urbi, el caso es que terminé por aceptar. Le dejé claro que mi intención era permanecer tan solo unos días y que después tomaría una decisión. Al oírme volví a ver la alegría en su rostro. 
Al día siguiente me desperté en una mullida cama, me dolía un poco el cuerpo por el exceso de vino durante la noche, pero no demasiado. Al salir de la habitación había un sirviente esperando tras la cancela. Era peculiar, a mí en ningún momento me trataron como a uno de sus sirvientes, yo contaba con privilegios evidentes. Era más un invitado que un empleado. 
Mi primer día con Tarik fue frenético. Tras desayunar con toda la familia Tarik, Adio y yo nos marchamos. Uno de los criados nos acompañó cargado con múltiples instrumentos bélicos; lanzas, arcos, flechas. Y es que por las mañanas, Tarik entrenaba a su primogénito en el arte del combate.  
Desde el primer día yo formé parte de ese ritual. Tarik comenzó a enseñarme a mi también. Pelear con una lanza podía ser engorroso al principio, no obstante, cuando dominabas su complejo manejo se tornaba un arma muy útil. El arco y las flechas fueron más difíciles de domeñar, pero la práctica constante puede convertir al más incompetente en un verdadero experto.  
Con tantos entrenamientos desarrollé un estrecho vínculo con Adio. Él era un joven capaz, hábil y muy maduro para su edad. Tarik era muy exigente con él, pero porque esperaba que algún día ocupase su puesto, como el propio Tarik había hecho con su padre. 
Mientras nosotros entrenábamos, Kytzia se quedaba en casa y se encargaba de la instrucción de Yafeu y Urbi, rara vez podía estar con ellos, aunque algunas veces lo hacía. Ella les enseñaba a leer y escribir, cultivaba sus mentes igual que había hecho con Adio cuándo éste era un crío. A Urbi la enseñaba a cocinar y a tejer, a Yafeu le adiestrada en el arte de la creación, tanto como de objetos cotidianos como vasijas y jarras, como en la confección de la madera. Eran una familia extraordinaria, pero cabe recalcar que también se debía a sus riquezas y a su posición social. Ellos podían dedicarse a sus hijos porque tenían casi una decena de sirvientes a cargo de las labores más fastidiosas. Por supuesto, yo no tengo nada en contra de la riqueza, pero siempre he pensado que son un matiz a tener en cuenta.  
Por las tardes Tarik y yo caminábamos por la ciudad, también tenía agregados para gestionar los impuestos y el cumplimiento de las normas, aunque prefería comprobar por sí mismo que todo funcionaba según lo previsto. 
Por las noches cenábamos todos juntos, los más jóvenes se iban temprano a la cama, y la mayoría de veces Tarik y yo nos quedábamos bebiendo cerveza. 
En pocos meses desarrollé una gran estima por ellos. Con todos tenía algo en común, o compartía inquietudes. 
Con el paso del tiempo Tarik decidió que ya estábamos preparados para entrenar solos. Tanto Adio como yo alcanzamos un gran nivel, sin duda nuestras prácticas matutinas obtuvieron sus frutos, a la vez que eran divertidas y estimulantes. Algunas mañanas cuando Tarik no estaba organizábamos competiciones de puntería.  
Urbi y yo teníamos una costumbre, pasase lo que pasase todos los días jugábamos al 'senet'. Ese fue el primer juego de mesa que utilicé en mi vida.  
El objetivo era sacar las piezas del tablero antes que el adversario, avanzando tus propias fichas, capturando y bloqueando las piezas del oponente. 
El tablero consta de tres filas paralelas con diez casillas cuadradas cada una, el que nosotros usábamos tenía diez fichas para cada uno. Urbi siempre elegía las fichas cónicas de color verde y yo las cilíndricas de color azul. Es muy entretenido por la cantidad de posibilidades que ofrece. Al principio Urbi siempre me ganaba, pero con el tiempo las partidas se volvieron igualitarias y muy apasionantes.  
Mi relación con Urbi siempre fue muy especial, durante su adolescencia me buscaba para hablar de aquellas cosas sobre las que sus padres no querían conversar. Sus cuestiones, sus miedos y precauciones, todo me lo contaba a mí, me convertí en su mejor amigo y en su confidente. 
Yafeu compartía conmigo lo que aprendía y después me lo enseñaba. Resultó tener una gran habilidad para trabajar con las manos. Con él elaboré mis primeros objetos íntegramente de madera. Al principio eran pequeños, escuetos y de poca importancia. Tallábamos figuras e incluso nos atrevíamos con algunos muebles simples. Yafeu muchas veces replicaba el aspecto de los dioses, yo prefería emular animales y otro tipo de representaciones mundanas. 
Algunas tardes me iba con Kytzia a pasear y recogíamos flores, que después utilizábamos para decorar la casa y llenar las estancias con sus diversos y placenteros aromas. 
Tarik acabó por convertirse en un hermano para mí, y creo firmemente que él también me veía del mismo modo. Nuestra fraternal relación se podía percibir en el trato del uno con el otro, no teníamos miedo de compartir nuestras opiniones por muy distantes o dispares que fueran. 
Fue muy revelador poder compartir mi vida con ellos, después de perder a mi familia había asumido que nunca volvería a tener algo parecido. Todos ellos hacían que me sintiese uno más de la familia, que sintiese que estaba donde debía estar. 
Los años avanzaron y yo volví a lograr lo que más había añorado, un hogar. Aún así tenía que mantenerme siempre alerta y cumplir mis normas. Una parte de mí estaba segura de que si compartía mi secreto con ellos lo entenderían y nada cambiaría, no obstante, mi otra parte me decía que no debía arriesgar lo que tenía, que debía hacer todo lo posible por conservar a mi familia.  
Con el paso del tiempo los muchachos crecieron mucho. Adio se convirtió en todo un adulto y cada vez tenía más responsabilidades que atender. Urbi creció y se volvió una mujer inteligente y bella, trabajaba como escriba para su padre y era respetada por todos en la ciudad. El pequeño Yafeu ya no era tan pequeño, era un mozo muy capaz, se convirtió en artesano y siempre hacia lo posible por ayudar a los mas pobres.  
Una de las hazañas de Yafeu que más me enorgullecieron fue cuando fabricó cañas de pescar y las repartió entre los necesitados, para que así nunca les faltase el sustento. A mí también me regaló una, la mía fue más especial, la adornó con bordados en la madera del mango y utilizó el hilo más resistente de los tantos que poseía. 
Fueron años maravillosos... Pero por desgracia, todo lo que empieza está condenado a terminar. Pasado mi octavo año en Abydos, la situación se complicó de forma imprevisible, el origen fue algo que ningún ser humano podrá controlar nunca, la naturaleza. 
Ese año no hubo grandes precipitaciones y en la época de inundación no se pudieron cosechar algunas de las tierras fértiles. La población se crispó, pero Tarik consiguió apaciguar los ánimos. Algunos no querían pagar los impuestos, ya que no tenían suficientes ganancias por la falta de agua. Tarik fue comprensivo y con la ayuda de Urbi rebajó los impuestos. Durante ese año hubo falta de recursos, sin embargo, la población se mantuvo unida y juntos superamos el desafío. 
Recuerdo bastantes cambios durante ese año, Adio se casó con una mujer de la ciudad y organizamos un gran festejo para conmemorar el acontecimiento. Le insistí a Tarik en que lo mejor era una celebración escueta dado el difícil año que atravesaba la ciudad, pero desoyó mi consejo. La gente habló mucho de aquel evento, pero solo fueron eso, habladurías.  
La joven esposa de Adio era una mujer de origen humilde, muy agraciada, pero también era tremendamente improductiva. Ella y su madre se instalaron en la vivienda familiar donde pasaban la mayor parte del tiempo sin hacer nada. Había algunos roces en la convivencia, sobretodo entre Kytzia y ellas. Yo por mi parte no pensaba inmiscuirme. Es cierto que al principio se me hacía rara su presencia en casa, pero al final me acostumbré. 
Unas semanas después del enlace, Yafeu me sorprendió al entregarme mi daga. La había cogido de mis aposentos sin mi permiso, y la había transformado. La había afilado y retirado el óxido, había cambiado la empuñadura por otra distinta, ornamentada y con un ópalo bajo el mango. Ese día tuve que fingir alegría, porque, aunque valoraba su gesto, esa daga era casi como un objeto maldito para mí, el recuerdo de todo lo que había perdido. A decir verdad, ni siquiera sé porqué la he llevado conmigo tanto tiempo.  
Todo continuó genial hasta el año siguiente, fue entonces cuando se repitió la misma nefasta situación del año anterior, y las lluvias no llegaron en la medida necesaria. Durante aquellos días la crispamiento del gentío aumentó, y por primera vez vi el temor en los ojos de Tarik. Si el año anterior había sido inusualmente seco, éste lo estaba siendo aún más. La población de Abydos estaba impaciente, inquieta y ofuscada. Algunos comenzaron a poner en entredicho el mando de Tarik, todos chismorreaban y buscaban culpables. 
Una noche, en mitad de la madrugada, Tarik me despertó. Me sobresalté por su presencia y él se limitó a susurrar que no hiciese ruido. Me levanté de la cama y me vestí mientras Tarik aguardaba junto a la puerta. Al preguntarle que sucedía, no respondió, solo realizó un gesto con su mano para que lo siguiese. Me extrañaba tanto secretismo, pero tratándose de Tarik no me cuestioné nada.  
Al llegar al lujoso recibidor vi que había un cofre en el suelo. Primero Tarik me entregó una tela, en su interior contenía diferentes utensilios, él, haciendo gala de su fuerza, cargó con el amplio cofre entre sus manos. Salimos al exterior, no había nadie cerca, solo se escuchaban los grillos y el rubor del viento. Tarik comenzó a caminar a gran velocidad y yo lo seguí de cerca. Todo estaba oscuro, pero Tarik conocía de memoria la ciudad y no fue difícil trasladarnos por lo alrededores. Estuvimos caminando varios kilómetros, hasta dejar atrás Abydos y sus inmediaciones. Fue entonces cuando me atreví a preguntarle.  
Resultó que Tarik estaba intranquilo debido a los rumores de una posible revuelta contra él y los suyos. En el cofre había guardado oro, joyas y algunos recuerdos de su familia, su intención era enterrarlos, por si algo le sucediese. Quería estar seguro de que su familia tendría un salvoconducto si a él le pasaba algo. Recalcó que confiaba ciegamente en mí, afirmación que me llenó de orgullo, y que por eso me había hecho acompañarle. Envuelto en la tela que cargaba había diferentes objetos de cobre para cavar la tierra. Entre ambos no nos supuso un gran esfuerzo. Excavamos hasta tener una perforación donde cupiese el cofre. Lo introdujimos en el interior, cubrimos la obertura con tierra y cubrimos la superficie con vegetación para ocultar nuestra injerencia. 
En ese momento pensaba que Tarik estaba exagerando con su conducta, pero no..., pocos días después, comprobé que su temor no era infundado. La desdicha que produce la desesperación de los seres humanos se cernió sobre todos nosotros. 
Aquel día comenzó como otro cualquiera, nos despertamos y desayunamos en familia. Después cada uno se dedicó a sus quehaceres, no fue hasta la hora de comer cuando todo comenzó.  
Adio llegó a casa exhausto por la carrera, entró armando alboroto e hizo que todos acudiéramos a su llamada. Al congregarnos en el salón nos contó que un grupo de ciudadanos se habían aliado y que venían hacia nuestra casa. En ese momento todos, yo incluido, entramos en pánico. A diferencia de ellos, no me preocupaba mi muerte, pero sí la integridad de la familia. Tarik se había marchado por la mañana y no había regresado, no sabía que debía hacer, o que era lo que él hubiese querido que hiciera. Le dije a Kytzia que se debían ir, que tenían que escapar, pero se negó a irse sin Tarik. Solo pude convencerla con insistencia y tras asegurarle de que iría a buscarlo y lo traería sano y salvo.  
Adio se ofreció para acompañarme, pero yo me negué. Él sabía defenderse y tenía que irse con la familia para garantizar la protección de todos. Esperé a que cogieran comida y todo lo que les pudiese ser útil. Pedimos ayuda a los sirvientes, pero estos nos ignoraron, sabían que algo no iba bien y no dudaron en huir. Fuimos lo más rápido posible y salimos por la entrada trasera de la vivienda. No tuve tiempo a despedirme como me hubiera gustado, solo pude ver como se alejaban con celeridad. En ese instante aún era optimista, estaba convencido de que todo iba a salir bien. 
Fui a mi habitación y agarré la lanza, mi arco y flechas. Una vez lo tenía todo me dispuse a ir en busca de Tarik, pero ya era tarde. Al salir de la casa había un grupo tumultuoso aguardando. Rodeaban la entrada y me exigieron a gritos que saliesen los demás. Les dije que solo estaba yo. Fue entonces cuando un hombre alto y melenudo se abrió camino entre la multitud. Se plantó frente a mí y lanzó algo a mis pies. Al ver de que se trataba sentí una furia incontrolable. No solo habían asesinado a Tarik, habían sesgado su cabeza... Él era mi hermano... Y ahí estaba ahora...  
No pude hacer nada por salvarle, pero estaba dispuesto a pelear y así ganar tiempo para que su familia se alejase. El melenudo me dijo que me apartase y me negué. Algunos acometieron contra mí, pero me defendí. Pude repeler y acabar con varios, pero eran demasiados. Recibí algunas flechas que se incrustaron en mi torso, pero aún así seguí combatiendo. Luché cuanto pude, hasta que finalmente me vencieron... El hombre de extensa cabellera aprovechó un descuido para ensartarme con una espada. Percibí el calor de mi sangre emanado por la herida, mi vista se nubló y mis temblorosas piernas dejaron de sostenerme. Caí al suelo y perdí el conocimiento. 
Cuando me desperté ya era de noche. No estaba en el mismo lugar, alguien había retirado mi cuerpo y lo había alejado de la vivienda. Lo primero que pensé fue en la familia. Me preguntaba si habían logrado huir y si estaban a salvo. Con cierta dificultad me levanté del suelo y comencé a caminar. Todo mi cuerpo estaba entumecido, no obstante, cuanto más caminaba más se activaban mis músculos. Fui directo hasta el que había sido mi hogar o al menos lo más parecido que había tenido en mucho tiempo. Las calles estaban silenciosas, tanto como cualquier otra noche, era casi como si nada hubiera ocurrido. 
Al llegar la puerta de la casa, vi que estaba abierta, con sigilo pasé al interior y me moví por las diferentes estancias. Algunos de los asaltantes estaban dentro, se habían bebido el vino y las cervezas almacenadas y ahora dormían profundamente por la embriaguez. Entonces la vi... Mi daga estaba en el salón, clavada sobre la mesa. La agarré, y asesiné a esos malnacidos. Sigiloso, fui uno por uno, acuchillándolos, sin remordimientos, sin miramientos. No veía seres humanos, veía salvajes. 
Ni estoy, ni en ese momento estaba orgulloso con mis actos, quitar una vida nunca ha sido para mí motivo de alegría ni de satisfacción, pero en ese instante estaba devastado y solo veía a un grupo de asesinos oportunistas. 
Cuando terminé con el último me tomé una breve pausa para recapacitar. Ya no podía permanecer en Abydos, demasiadas personas habían visto como me mataban. Por otro lado tampoco sabía donde estaban el resto de la familia. Pensé que lo mejor sería ir en su busca. Agarré el canasto que Kytzia y yo utilizábamos cuando salíamos a recoger flores y lo llené con todo lo que pude. Dentro metí la caña de pescar que fabricó Yafeu, la daga, el senet de Urbi, cuerdas, ropa e incluso la primera figura que tallé, además de unos cuantos cuscurros de pan. También vi el arco de Tarik y me lo llevé conmigo.  
Mientras revisaba las pocas pertenencias que quedaban intactas, recordé el cofre que habíamos enterrado. Estaba lleno de riquezas, y la familia podía necesitarlo para garantizar su futuro. Pensé en la forma de llevárselo, sin embargo, era demasiado pesado y solo me retrasaría. Decidí que lo mejor era encontrarles primero y después todos juntos regresar a por él. Aproveché las últimas horas de oscuridad para marcharme discretamente. Y así... Una vez más... Proseguí mi camino. 
 
 



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En el texto hay: historia, antiguo egipto, antiguedad

Editado: 18.01.2023

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