Kushim - Parte 1

Tribu.

Tribu. 
Enterramos a Barsal en la aldea, al fin al cabo fue el lugar que le vio nacer y el que le vio morir, por eso pensé que era el lugar indicado. Tras el sepelio yo me encerré en casa.  
No me sentía bien, no quería ver a nadie, la pena que experimentaba era colosal. Mido intentó verme, pero no se lo permití. El dolor que sentía, era de ese tipo de dolores que solo pueden entender quienes también lo han sufrido. Ningún padre debería nunca tener que sobrevivir a sus hijos. El pesar que me produjo el fallecimiento de Barsal avivó algunos de mis fantasmas del pasado. 
Así estuve por meses, sin salir de casa salvo para hacer mis necesidades básicas, sin moverme de la aldea y evitando el contacto con otras personas. Y no sé cuánto tiempo hubiera permanecido así si Mido no llega a intervenir. Un día, cansado de mis múltiples negativas, se coló en mi casa. Se plantó frente a mí y comenzó a hablar mientras yo hacía todo lo posible por ignorarle. Fue entonces cuando Mido dijo algo que cambió mi enfoque al respecto.  
Me preguntó qué sería lo que Barsal hubiese querido para mí. Esa frase retumbó en mi mente durante los siguientes días, hasta que finalmente entendí lo que debía hacer. Preparé mis pertenencias, mi carro y dos de mis caballos más jóvenes. Todo lo que dejé atrás se lo legué a Mido y a su familia. Entonces proseguí mi viaje, me dediqué a moverme entre los reinos y ciudades de la cuenca de Mesopotamia.  
Eran tiempos convulsos, pero con la muerte del segundo hijo de Sargón y la llegada al poder de su nieto Naram-Sin el imperio acadio alcanzó su cenit. Era como su abuelo, un conquistador, no solo sofocó las sublevaciones, sino que extendió sus dominios, Elam, Alepo e incluso la región egipcia de Sinai. Durante su reinado floreció el comercio y gracias a eso oí hablar por primera vez sobre la civilización del valle del Indo.  
Estando en Ur, intercambié un barril lleno de frutas por un caballo, ya que uno de los míos había muerto. Los caballos apenas vivían alrededor de dos décadas y cuando no lograba que se aparearan y tuvieran descendencia me veía obligado a obtener uno mediante intercambio. 
En aquella época creía que los acadios perdurarían y que merecía la pena permanecer en Mesopotamia, pero fue entonces cuando a Naram-Sin se embriagó de poder. No solo saqueó algunos templos de índole sagrado, sino que en su ilimitado afán pos exhibir su superioridad se nombró a si mismo 'dios'. 
Poco después comenzaron a atacar sus dominios varias tribus nómadas, entre ellas destacaron los 'Amorreos' y los 'Gutis'.  
Finalmente, Naram-Sin murió, como el simple mortal que era. Tomó el mando su hijo, Sharkalisharri, el cuál no pudo mantener el poder. Volvió la decadencia y las revueltas, las batallas y los constantes cambios de dirigentes.  
Yo ya estaba cansado de todo eso y recordando a Barsal, opté por ir más allá de lo que me era conocido. Así es como acabé trasladándome por los territorios actualmente conocidos como Irán, Irak, Afganistán y por último Pakistán, lugar donde desembocaba el río Indo.  
El viaje fue muy largo, no sabría decir cuanto tiempo me llevó recorrerlo. Tenía el carro y a los caballos, eso facilitaba enormemente mi periplo, aunque, por consiguiente, hacia que tuviese más cosas de las que preocuparme. Yo podía estar sin comer y beber, sin embargo, mis animales no. Todos los días tenía que ingeniármelas para conseguir agua y pasto. Fue un esfuerzo descomunal, no obstante, mereció la pena. Los animales equinos son muy sensitivos y una gran compañía. En más de una ocasión tuvieron que soportar mis soliloquios. 
Lo primero que me pareció curioso al alcanzar los poblados próximos al Indo fueron las miradas de sus habitantes. Los oriundos de la zona miraban a mis caballos con fascinación. No entendía exactamente el porqué, luego descubrí que los caballos no eran frecuentes y que ellos habían optado por los animales bovinos, tales como Cebús, bueyes, búfalos de agua; lo más similar a un corcel que empleaban eran los asnos.  
A mi llegada visité varias de las ciudades predominantes, me cautivaron enormemente, no podía creer la enorme prosperidad de la que gozaban. Sin duda su civilización era comparable a la egipcia y a la Mesopotámica. Durante los primeros meses me centré en viajar y en aprender su lengua y sus variopintos dialectos, fue un arduo aprendizaje, pero como en todo, la práctica lleva a la perfección. 
Su cultura me parecía deslumbrante, la arquitectura civil estaba orquestada de forma magnífica, las ciudades siempre planificadas, diferenciando calles principales y secundarias. Las viviendas formaban un sistema cerrado, y normalmente convergían en un patio interior. Aunque lo que más me gustaba era que habían incluido una red cloacal en las ciudades, por la cual se centrificaba el sustento principal de toda civilización, el agua. 
Sus cultivos eran variados, como en casi todos los lugares se cultivaban el trigo y la cebada, además de sésamo, dátiles, melones y una extensa variedad de legumbres. También trabajaban la lana y algodón, y por ello practicaban la hilandería y la textilería. 
El gobierno de las ciudades estaba anexionado a un rey-sacerdote, todas las ciudades tenían uno propio, pero más que como gobernantes ejercían de administradores del territorio. A diferencia de egipcios y sumerios, tenían un rudimentario sistema de escritura, poco desarrollado y de difícil comprensión. Sus historias y conocimientos se transmitían de forma oral y la escritura se reservaba únicamente para la gestión y las transacciones.  
No tenían dioses, al menos no similares a los que yo conocía, creo recordar que veneraban a una deidad representada como una mujer, la cual estaba ligada a la fertilidad. Las mujeres son las únicas capaces de dar vida, por eso la efigie me parecía muy acertada.  
Algo que captó mi atención desde el principio fue la fauna, el ecosistema en sí. Había vegetación que jamás había visto, plantas con efectos que eran desconocidos para mí. Y los animales, en el Indo vivían especies que me eran ajenas, y algunas de las que solo había oído hablar, como era el caso de los elefantes. Jahi me había hablado de ellos, de un viaje que hizo al sur, pero hasta ese momento nunca había visto uno con mis propios ojos.  
Tras recorrer bastas extensiones de territorio, decidí que quería asentarme y elegí la ciudad de Mohenjo-Daro como residencia. Era una de las urbes más boyantes y esplendorosas, la escogí por todas las opciones que podía ofrecer.  
Al llegar no tenía nada salvo mis caballos, y las pertenencias que transportaba en el carro, así que dictaminé que lo mejor era buscar una ocupación. Tras todo un día recorriendo la localidad encontré a un comerciante llamado Yalu. Se centraba en el negocio y tratamiento de carne bovina. Se sorprendió al conocerme, antes de que hablase ya sabía que era un forastero.  
Inicialmente dudó de mí, una desconfianza infundada. Antes de siquiera tener una conversación conmigo me hizo una prueba. Quería ver como me manejaba despiezando y como trataba la carne. Tuvo que gustarle mi desempeño, porque nada más terminar mi demostración decidió hacerme una propuesta. Me preguntó si tenía donde vivir, al responder que no, comentó que tenía una pequeña casa y que podía cedérmela temporalmente. Me dijo que tendría un porcentaje de las ganancias, tanto en minerales como en alimento, pero que como gesto de buena voluntad por mi parte, si mis caballos tenían descendencia, él se quedaría con una cría. Acepté gustoso.  
Antes de llevarme a la vivienda, Yalu me miró fijamente. Mencionó que lo más importante para él eran la lealtad y el trabajo duro, y que si no estaba dispuesto era mejor que no siguiese adelante. Preferí dejar que el silencio hablase por mí, tras comprobar mi tesón emprendimos el traslado.  
Yalu me dirigió y no tardamos en arribar. Era una construcción modesta, en una calle secundaria y lindante a un callejón, sin embargo, sus limitaciones se compensaban con un espacioso patio exterior donde acomodé a mis jamelgos.  
Por último, Yalu me dio instrucciones precisas y después se marchó.  
No sé exactamente porqué, pero me sentía optimista. Quizá era porque todo era desconocido para mí, o porque sentía que empezaba una nueva vida, la cuestión es que presentía que estaba donde debía estar.  

El primer año en Mohenjo-daro fue muy placentero. No hacía mucho, iba del trabajo a casa y viceversa. Mi relación con Yalu era fructífera, no se podía decir que fuésemos amigos, pero ambos nos respetábamos y nos tratábamos con cortesía. Pasábamos muchas horas juntos, pero cuando acababa nuestra jornada cada uno se dedicaba a sus quehaceres. Él tenía esposa y tres hijos pequeños, aunque rara vez me hablaba de ellos, era extremadamente reservado con sus asuntos personales.  
Al principio me sentía solo, llevaba años con Barsal y me había acostumbrado a la compañía. Por suerte para mí, la soledad acabó cuando conocí a un artesano llamado Edfik. Era un hombre de mi edad, vivía en mi misma calle y entablamos una agradable camaradería. Era delgado, con una tez más oscura que la mía, con una peculiar y prolongada perilla, acompañada por una amplia sonrisa permanente bordada en el rostro. Siempre me sorprendió su actitud, no entendía como era posible que su sonrisa fuese tan perpetua. Como yo, él, también había perdido a su esposa. Había fallecido años atrás a causa de una enfermedad respiratoria. Y aún así era capaz de mantener esa eterna expresión de ventura.  
Pasados unos meses desde que nos conocimos me atreví a preguntar cuál era la causa de su dicha. Entonces me explicó que se debía a su mujer, ella continuamente le decía que la vida era un regalo de la naturaleza, que no tenía sentido estar triste, que lo mínimo que podíamos hacer con semejante obsequio era estar siempre alegres. Mientras me lo contaba, Edfik estaba conmovido, podía ver en sus ojos ese tipo de nostalgia que solo se tiene al pensar en un ser querido que ya no está con nosotros.  
Puede que nuestra relación fuera fruto de la soledad y la conformidad, pero eso no la hacía menos real. Me enseñó mucho de la cultura local, e incluso me animó a acudir a algunos de los rituales que se celebraban. El más famoso de aquel entonces se celebraba en la ciudadela. Dicha construcción albergaba las residencias de los sacerdotes y los grandes baños de la ciudad.  
Edfik y yo comenzamos a pasar mucho tiempo juntos. Ambos nos enseñábamos el uno al otro. Yo le enseñé a pescar y a usar el arco, él me instruyó en la noble disciplina de la artesanía, me adiestró para entender las diferentes composiciones y las variadas formas de confeccionarlo.  
Él era muy imaginativo, mucho más que yo. Siempre encontraba alguna forma de entretenimiento, incluso inventaba distracciones y pasatiempos. Entre ellos recuerdo uno que con el que podíamos pasar horas. La ejecución era muy simple, creábamos esferas, normalmente elaboradas de barro cocido, después dibujábamos un círculo sobre el suelo, nos posicionamos a cierta distancia y lanzábamos las bolas tratando de posicionarlas en el interior del círculo. No tenía una gran elaboración, pero era muy ameno.  
También recuerdo un licor, no sabría decir de que estaba compuesto, era un brebaje alcohólico, amargo y bastante fuerte. Algunas noches Edfik y yo lo consumíamos y nos embriagábamos. Normalmente tras una cogorza solíamos divagar y comer, aunque algunas veces nos excedíamos y eso terminaba en situaciones dispares. Recuerdo vagamente que una vez nos metimos en una pelea y que Edfik noqueó a un hombre el doble de grande tan solo con sus puños. También recuerdo una situación alocada, y que tras una desmedida ebriedad nos despertamos a varios kilómetros de la ciudad sin saber cómo habíamos llegado o qué había pasado. Desde aquel día moderamos el consumo de licor y de cerveza.  
La vida era idílica, más de lo que podía imaginar cuando emprendí el viaje. Con el paso de los años, y gracias a Yalu, acumulé grandes riquezas. Almacené minerales como oro, turquesa, lapislázuli, ébano y cornalina. Algunos materiales se los entregaba a Edfik y el confeccionaba todo tipo de artilugios que utilizábamos para comerciar o para nosotros mismos.  
Edfik conocía a un afamado metalúrgico y él nos construyó dos hachas de plomo, con un mango de marfil, ornamentado con oro. Una verdadera exquisitez en aquella época.  
Mis caballos tuvieron descendencia, casi un potro por año. Como prometí a Yalu, el primer potro fue para él, los posteriores los criamos entre Edfik y yo. Le aleccioné, y en poco tiempo ya cabalgaba mejor que yo.  
Todo era perfecto... Sin embargo, las circunstancias cambian constantemente. El primer gran cambio vino por parte de Yalu. Los años habían pasado y ahora requería mi casa para su primogénito. No pude negarme, aunque gracias a que atesoraba una fuente considerable de bienes materiales fue fácil encontrar otra vivienda. Gracias a mi boyante economía pude mudarme a una de las calles principales, que tenían un patio exterior mucho más amplio. Inicialmente fue una modificación pequeña, sin embargo, poco después su hijo se incorporó a nosotros en el trabajo. No sé a qué se debía, pero parecía que yo no le gustaba. Me hablaba con brusquedad, exhibía constantemente hostilidad con su conducta. No quería preguntar, ni hacer que Yalu tuviese que intervenir, pero no me sentía cómodo con su presencia.  
Era una situación incómoda y desapacible, aunque contar con Edfik hacia que no me rindiese. Por desgracia para mí, Edfik se enamoró. Comenzó a cortejar a una mujer joven de la ciudad y ella le correspondió.  
Al principio pensé que su nueva relación no afectaría a nuestra amistad, sin embargo, terminó sucediendo. Cada vez nos veíamos menos, él dedicaba todo si tiempo a su nueva pareja. Al mes de conocerla me la presentó y era verdaderamente encantadora; risueña, amable y muy inteligente. Entendía perfectamente lo que le había seducido de ella. No podía reprocharle nada, solo alegrarme por él, aunque por dentro experimentase un amargo desabrimiento.  
Creí que era posible que su concomitancia fuese algo temporal, que tras la etapa de lujuria todo volvería a la normalidad. Por desgracia, me equivocaba. Con el paso del tiempo Edfik y yo apenas nos veíamos. La situación con Yalu no era mucho mejor, su hijo continuaba manifestando una constante inquina hacia mí. Finalmente acabé por dimitir de mis funciones. Es curioso, hasta que no le comuniqué a Yalu mis intenciones no comenzó a hablarme como a un allegado. Persistió e intentó convencerme para que cambiase de idea y continuase trabajando con él, pero mi decisión ya estaba tomada y era inapeable. 
Al regresar a casa ese día experimenté una epifanía. Quedaba relativamente poco para cumplir una década en Mohenjo-daro y sentí que era la hora de marcharme a otro lugar. Mi estancia había sido próspera, pero había llegado el momento de continuar.  
Durante los siguientes días me armé de valor para justificar mi resolución ante Edfik, a la vez que me preparaba para mi traslado. No tenía muy claro qué quería hacer. Entonces me vino a la mente uno de los discursos de Barsal... Dilucidé que había ido muy lejos, pero que todavía podía ir más allá.  
Cuando me reuní con Edfik, le expliqué lo sucedido con Yalu y le comuniqué mi decisión. Su primera reacción fue de enojo. No comprendía mi motivación, ya desde el inicio criticó mi plan y lo tildó de imprudente. Alegó que si emprendía un viaje así es posible que muriese, pobre ingenuo, si él lo hubiera sabido... La muerte era lo que menos me preocupaba.  
Siguió comentando razones en contra de mi planteamiento para que recapacitase. Cuando se dio cuenta de que no conseguiría que cambiase de idea cambió su técnica y comenzó a negociar. Aludió a que si el motivo era porque ya casi no nos veíamos haría un esfuerzo por estar más presente. No me inmuté con su afirmación, pienso que era lo que él esperaba. Él perseveró con todo tipo de artimañas, me dijo que podía mudarme con él, me ofreció trabajo, y otras muchas cosas, a todas ellas rehusé cordialmente. Su enajenación fue tanta que incluso afirmó que me ayudaría a encontrar una buena mujer y que lo mejor que podía hacer era formar una familia.  
Lo cierto es que nunca le había visto así, nunca actuaba de semejante manera. Yo seguí negándome a cuanto me ofrecía, así hasta que Edfik, desesperado, desistió en su empeño. Fue entonces cuando llegó la hora de pedirle un favor muy importante.  
Yo no tenía muchas posesiones que realmente quisiera conservar, no obstante, tenía tres caballos y dos yeguas, una de ellas preñada. No podía llevármelos conmigo y requería de alguien que se ocupase de sus necesidades en mi ausencia. Edfik aceptó hacerse cargo de ellos, por eso le ofrecí mi vivienda. Tenía un patio trasero más amplio, estaba mejor situada y el interior era más espacioso. Edfik se negó al escucharme, aunque con mis argumentos conseguí que entrase en razón. Acordamos que al día siguiente él y su pareja se trasladarían a mi residencia, cuidarían a los caballos y guardarían mis posesiones de valor. Yo quería ir lo más ligero posible y no tenía intención de llevar demasiado conmigo. Portaría mi caña de pescar, el hacha nueva, mi arco, flechas y algunas provisiones esenciales; todo ello cargado sobre un caballo. Para un viaje tan impredecible escogí al penco más joven y vigoroso que poseía.  
Tal y como acordamos, al día siguiente se efectuó la mudanza. Ayudé a Edfik a transportarlo todo y al mediodía llegó la hora de despedirse. Fue más afanoso de lo que esperaba, Edfik no pudo evitar las lágrimas y al verle yo tampoco pude hacerlo. Lo último fue un abrazo, prologado y afectuoso. La última vez que vi a Edfik fue al subir a mi corcel, eché la vista atrás y le dediqué una sonrisa, que él correspondió. No quise prolongar más la despedida y salí al trote de Mohenjo-Daro.  
Dejar atrás la ciudad no me llevó mucho. Como el periodo de monzones había pasado hacia unos meses decidí que lo mejor era rodear el desierto de Thar. Mi principal objetivo era encontrar lugares con agua potable, yo podía resistir sin beber, pero mi caballo no.  
Recuerdo ese viaje con gran placer. Después de tantos años volvía a sentirme libre, sin ataduras, sin responsabilidades, solo yo y lo que me rodeaba.  
Me adentré por el basto territorio que conformaba la India, paraba y continuaba de forma sistemática, así hasta llegar a la meseta del Decán. Había mil detalles a los que prestar atención, todo era flamante para mí. Los ecosistemas y el clima variaban mucho de un lugar a otro, igual que la fauna y los animales autóctonos. Selvas, llanuras, pasto, seres vivos de todas las índoles. Sentía que estaba viviendo el sueño de Barsal, y que de alguna manera él lo sabía. Paré en todos los ríos que encontré en mi camino, el Narmada, el Tapi, el Manjra, así hasta llegar al Bhima, afluente de Krishna. Cuando los hallaba me detenía y me quedaba unos días, así mi penco bebía, se alimentaba y descansaba. Fue en una de esas paradas cuando cometí un grave error.  
Estaba oscureciendo y tras amarrar al caballo a un árbol, me fijé que debajo habían crecido setas. Eran muy grandes, tenían buen aspecto, me resultaron apetitosas con solo verlas. Sin pensarlo demasiado, las arranqué y me las comí. Todo parecía estar bien, no obstante, al poco tiempo empecé a sentirme extraño. Notaba un peculiar cosquilleo en la espalda, tenía la sensación de que mi cuerpo era más ligero. Deduje que me había sentado mal, aunque eso no me preocupaba. Mi congoja empezó al mirar hacia el cielo estrellado. Fue en ese momento cuando me percaté, parecía que las estrellas se moviesen. Empecé a alterarme y a menearme frenéticamente. Y entonces los vi... A todos... A todos ellos... Sabía que no estaban realmente, pero fue una experiencia tan auténtica...  
No sé cuando me dormí, no tengo muy claro que me pasó, pero cuando me desperté a la mañana siguiente ya no estaba en el mismo sitio. Al no ver a mi corcel me puse nervioso, no reconocía nada de que había a mi alrededor. Comencé a correr todo lo rápido que pude, sin rumbo, solo a correr. Tras adentrarme por la vegetación logré dar con el cauce del río. En ese momento se mitigó mi desasosiego, ya no podía estar lejos. Remonté el río y tras un angustioso lapso di con el caballo. Por suerte estaba bien, estaba como lo había dejado, parecía tranquilo, y todas mis pertenencias estaban bajo el árbol. Fue un gran alivio, y con ello aprendí una valiosa lección.  
Mi viaje prosiguió, evité las cadenas montañosas, tanto los Ghats occidentales como los orientales. No quería forzar al caballo y prefería evitarle los caminos más escabrosos. Durante el trayecto me encontré con varias tribus autóctonas. La primera vez que los vi tuve cierto pavor, no sabía que podía esperar, pero la mayoría eran pacíficas, no hacían nada salvo que les hicieses algo.  
Continúe mi recorrido y finalmente alcancé el actual estado indio de 'Tamil Nadu'. Desde allí fue bastante sencillo alcanzar la costa. No sé con exactitud a que zona llegué, pero era un lugar maravilloso. Había una playa, era majestuosa, una hermosa obra de la naturaleza. Muy cerca acaecía un río que desembocaba en el océano. Las condiciones convertían el lugar en un fecundo vergel donde asentarse.  
La tarea más laboriosa fue prender una hoguera. La brisa constante y el clima húmedo dificultaron mi labor, pero con tesón y determinación logré encenderla. De manera perseverante, cada pocas horas, tenía que asegurarme de que siguiese prendida. Los días se sucedieron y transcurrían de manera casi paradisíaca. Solía bañarme desnudo en el océano, al menos lo hacía dos veces al día. Me alimentaba principalmente de pescado y de las pocas frutas que encontraba en las proximidades. Algunas veces tenía suerte y conseguía cazar animales. El arco y el sigilo se convirtieron en mi método de actuación.  
No se cuánto tiempo pase así, el tiempo nunca ha transcurrido para mí como pará el resto de seres humanos. No sabía si llevaba semanas, meses o años, vivía el momento, el aquí y ahora.  
Desde mi llegada a la playa me sentía pleno, sin embargo, esa plenitud fue desapareciendo con el paso del tiempo. Desde que comenzó no conseguí dejar de cuestionarme a qué se debía mi desazón interna. En ese punto, me vino la imagen de Edfik a la mente... Me sentí un egoísta por irme de su lado. Cuándo él era más feliz, decidí dejarle. Me cuestionaba mucho el por qué.  
Durante las siguientes noches apenas pude conciliar el sueño. Entonces realicé mi dictamen..., debía volver. Porque igual que el pájaro tiene su nido, el pez tiene el océano o la araña tiene su tela, el ser humano tiene a sus seres queridos.  
No quise demorarme, recogí mis cosas y monté mi corcel. Salí lo más rápido que pude, pensé que ahora que conocía el entorno mi travesía sería más apresurada. No obstante, como suele ocurrirme, erré al suponer... Porque a veces no sirve de nada hacer planes, ya que incluso el puro azar puede trastocar nuestros objetivos de manera abismal.  
Al día siguiente de abandonar la playa, mientras cabalgaba, el caballo frenó abruptamente, fue tan tosco que estuve apunto de caer. No entendía que le pasaba, intenté que retomase la marcha, pero era imposible. De pronto un animal emergió de la abundante vegetación y acometió contra mi penco. El choque fue tan terrible que lo derribó, y a mí con él. Era un tigre colosal, con sus afilados dientes y sus potentes garras se aferró al cuello del caballo. Atacó con tal ferocidad que en pocos segundos lo había herido de muerte.  
Fue todo tan inesperado que no fui capaz de reaccionar, el hacha había caído a demasiada distancia y solo tenía mi arco. Cargué una flecha y me incorporé, sin embargo, el portentoso animal advirtió mis intenciones. Conseguí disparar, pero fallé. El tigre no vaciló y vino a por mí, obviamente no tuve nada que hacer contra su fiereza. Lo último que vi fueron sus afilados dientes y lo último que sentí fue el aliento que emanaba de sus fauces. 
Al despertar estaba tendido sobre un charco de mi propia sangre. Inquisitivamente miré hacia mi corcel, fue una imagen espeluznante, el tigre se había cobrado su botín. Tenía el abdomen destrozado, sus vísceras estaban esparcidas por todos lados. Al ver tan dantesca escena experimenté una tristeza sofocante, era un animal magnífico y leal, no se merecía ese final. Aunque suene paradójico, no culpaba al tigre, no tenía la malicia del ser humano, era el instinto el que le impulsaba. No quería herirnos, solo quería alimentarse.  
Por suerte, si se puede llamar así, los pocos objetos que poseía estaban intactos. Los recogí y me alejé. Caminé una breve distancia y me senté. Todavía estaba aturdido y necesitaba un momento para asimilar la situación. Ahora que estaba solo el trayecto sería más laborioso, pensé en dejar algo, pero todo lo que llevaba tenía demasiado valor para mí. La caña de Yafeu, el arco de Tarik, el hacha de Edfik... No podía decidirme, todo me parecía igual de estimado. Finalmente opté por dejar las flechas y los comestibles. Cuando estaba más sosegado me levanté y comencé a andar.  
Estaba convencido de que todo me iría bien, que ya nada me podía salir peor, de nuevo, erré en mi vaticinio. Durante mi regreso todavía me aguardaban más calamidades. 
La siguiente adversidad se desarrolló unas semanas después. Estaba atravesando una llanura cuando una lanza que apareció de la nada casi impacta sobre mí.  
Desconcertado, miré en a los alrededores y fue entonces cuando emergieron de todas direcciones. No eran muchos, no tuve tiempo de contar, pero serían entorno a unas treinta personas. En pocos segundos me rodearon. Quería evitar la confrontación, dejé caer el hacha y la caña al suelo y alcé las manos. Mis buenas intenciones no fueron correspondidas, los salvajes no dudaron y me atacaron. Uno de ellos, que por su ropa parecía el líder se aproximó hasta mí. Pensé que querría comunicarse, sin embargo, prefirió ensartarme el vientre con su lanza. Mis rodillas fallaron y tuve que arrodillarme. El adalid se aproximó, traté de agarrar el hacha para defenderme, pero el susodicho volvió a atacar y me asestó un golpe mortal.  
Cuando abrí los ojos ya no estaban, habían dejado mi cuerpo en el mismo lugar donde me habían asesinado. Todo habría sido una desafortunada anécdota si no me hubieran robado todas mis pertenencias. Eso elevó mi furia hasta límites que yo mismo desconocía.  
El día anterior había llovido y eso había humedecido la tierra, por ello la tribu había dejado pisadas por los alrededores. Estaba acostumbrado a seguir rastros de animales, eso hacía que no fuese difícil advertir la estela que habían dejado a su paso. Caminé unas horas sin desviarme del rumbo, así fue como di con ellos. El clan tenía su morada instalada en el interior de una caverna natural a los pies de una montaña. Estaba tan colérico que no planifiqué un plan de actuación, simplemente me introduje a través de la obertura.  
Al principio el camino se estrechaba, no obstante, cuanto más avanzaba, más se ampliaba.  
Al avanzar di con una cavidad inmensa, y dentro de ella estaban los integrantes de la tribu. Al verme quedaron todos inmóviles, estupefactos, no podían concebir mi presencia.  
Fácilmente reconocí a su líder y me apresuré hasta plantarme frente a él. El sujeto temblequeaba y balbuceaba sonidos que me eran ininteligibles. Al acercarme pude percibir su estupor y también ver que tenía mis objetos al lado.  
Cegado por una ira irracional me abalancé sobre él y lo agarré del cuello. Rodeé su garganta con ambas manos y apreté con todas mis fuerzas. Quería detenerme, pero a la vez, era incapaz de hacerlo. El individuo convulsionaba y aún así no oponía resistencia. Cuando quise parar ya era tarde, lo había matado. En el momento en el que dejé caer su cadáver, jadeaba por el esfuerzo, las gotas de sudor empapaban mi frente, sentía las palpitaciones frenéticas de mi corazón. 
Al mirar a sus acólitos todos apartaban la mirada, todos se mantenían estáticos, tanto que resultaba inquietante. Sin mediar palabra recogí mis pertenencias y me dispuse a marcharme. Todos continuaron impávidos a mi paso, pero me percaté de que me comenzaron a perseguir. Al salir de la caverna se confirmaron mis sospechas, me seguían. En un primer momento pensé que querían asegurarse de que me iba de su territorio, pero a medida que me alejaba, comprendía que tenían otras intenciones.  
Me alejé de la zona, y ellos conmigo. Me acechaban, de la misma forma innata que un animal carnívoro sigue a su presa, de la misma manera que una abeja siente atracción por el polen. No entendía su comportamiento, consideraba que más tarde o más temprano desistirían y se irían, sin embargo, no fue así.  
Al tercer día intenté comunicarme con ellos, pero ni yo los entendía, ni ellos me entendían a mí. Su vocabulario me era un misterio, aunque entre ellos se comprendían. Me resultaba fascinante el modo en el que actuaban, era como ver en directo el pasado de nuestra especie.  
Traté de escabullirme de ellos en multitud de ocasiones, todas sin éxito. Incluso por las noches, alguno de ellos hacía guardia, y si pretendía marcharme el vigilante gritaba alertando al resto. En cuanto el vigía daba la voz de alarma se levantaban y me perseguían. Por culpa de ese hecho apenas pude avanzar durante las siguientes semanas. No quería que se alejasen demasiado de lo que les era conocido y por supuesto no podía permitir que viajasen conmigo hasta los aledaños del valle del Indo.  
Procuré aprovechar nuestra breve concomitancia, les hice fabricar cañas para pescar y también arcos, quería aventajar a su clan. Favorecerles de cara a un futuro incierto.  
Aunque me trataban como a su líder, estaba ansioso por deshacerme de ellos. Y aún por mucho que lo deseaba no me lo permitían. Mi resignación aumentaba con cada día, sentía que desperdiciaba mi tiempo. Ni yo debía ser su adalid, ni era alguien especial, ni alguien a quién tuviesen que admirar. Durante ese periodo pensé mucho en Barsal... Él estaba convencido de que sí exponía mi don, otros me seguirían, aunque ahora que estaba sucediendo podía corroborar que no era ni agradable, ni provechoso.  
Para mi fortuna la solución llegó de la forma más inesperada. Mientras algunos miembros y yo pescábamos en el río vi un árbol donde estaban creciendo setas, eran las mismas que tras consumirlas me habían causado alucinaciones. Al verlas sentí que eran la llave de mi liberación. Fui hasta la parte inferior del tronco y arranqué todas las que había. Esa noche, después de que todos cenáramos, repartí una porción por persona. Al entregárselas yo, ni siquiera se cuestionaron que era. Procuré administrar los fragmentos en función del sujeto, no todos tenían la misma complexión y también había niños, yo no tenía intención de enfermarles o dañarles, solo quería poder marcharme libremente.  
Esperé, paciente, hasta que las setas produjeran su efecto psicodélico. En el momento que vi que comenzaban a experimentar las secuelas cogí mis bártulos y deserté sigiloso bajo el manto de la noche.  
Anduve lo más rápido que pude, desde la noche hasta el mediodía siguiente. Fue una fatigosa huida, pero funcionó. Sentí una liberación que pocas cosas me habían hecho experimentar antes.  
Proseguí mi camino con la certidumbre de que ya no había nada más que pudiese contrariarme. Y fue así, al menos por unos meses. Mientras atravesaba la meseta del Decán comenzó el periodo de monzones. La lluvia nunca me ha disgustado, su característico sonido, el olor que deja tras de sí, todos esos detalles me encantan, pero a veces olvido lo peligrosa y destructiva que se puede tornar la naturaleza.  
Hubo una tormenta, algo impensable, descomunal y salvaje. La tierra era incapaz de filtrar semejante cantidad de precipitación, los truenos resonaban con atrocidad. Me era imposible avanzar, mis pies quedaban sepultados bajo el barro y el agua, la cantidad de gotas no me permitía ver con claridad. No tenía muchas opciones, así que busqué un lugar donde cobijarme de la violenta tormenta.  
En mi búsqueda di con una loma, la cual tenía una pared vertical y en la zona superior un saliente natural. Colgué mi arco en la rama de un árbol y deposité la caña junto al tronco. Rápidamente regresé hasta la pared y pegué mi espalda a la roca. Esperaba a que amainase para continuar, ajeno a que otra desventura estaba apunto de pasar. La colosal tempestad hizo mella en el entorno y en la loma. Hubo un deslizamiento de tierra y me sorprendió un torrente formado por lodo, roca y sedimentos. No tuve ocasión para apartarme, todo ocurrió demasiado deprisa. Los materiales me sepultaron de inmediato.  
Lo siguiente que recuerdo es la opresión, la falta de aliento, el dolor. Tuve que pelear con todas mis fuerzas para poder escapar de la greda que me oprimía. Primero extraje un brazo, después, y tras un desmesurado denuedo, conseguí extraer mi cabeza a la superficie. Por fin pude inhalar una bocanada de aire fresco, la luz exterior me cegó hasta que mis pupilas se adaptaron. Mi martirio no cesó hasta que conseguí salir por completo. Una vez fuera esperé tumbado, me llevó casi un día entero recuperar todas mis capacidades.  
Al día siguiente, aun estando exhausto, proseguí mi trayecto. Mis enseres habían tenido más fortuna que yo, el arco y la caña se protegieron bajo el cobijo del árbol. Y el hacha resistió el impacto del torrente, estaba sucia y había sufrido algunas fracturas minúsculas, pero estaba ilesa.  
No recuerdo mucho más hasta llegar al desierto de Thar. Puede que mi cuerpo pueda resistir ante cualquier suceso, no obstante, no ocurre lo mismo con mi mente. Mi mente se quiebra, se satura, incluso enferma. Mi juicio se nubla, mi pensamiento se emponzoña, mi intelecto se merma. Y eso fue lo que me pasó durante el último tramo. Lo único que me mantenía, lo único que hacía que siguiese, era el recuerdo de Edfik. Seguía queriendo disculparme, seguía pensando que él merecía una disculpa. Ese pensamiento fue el rayo de luz que alumbraba la oscuridad que se había instalado en mi mente.  
Cuando divisé Mohenjo-Daro en la lejanía, me embargó el regocijo, todo mi ahínco había obtenido rédito. Aceleré cuanto mis fatigadas piernas me lo permitieron y corrí por las calles hasta la puerta de mi antigua residencia.  
Golpeé repetidamente la cancela aún con el sofoco que me había generado el trote. Cuando abrieron la puerta me quedé desconcertado. No era Edfik, tampoco su esposa, eran dos críos, una muchacha y un niño. Inmediatamente les pregunté por Edfik, tras el comentario ambos parecían atribulados. Insistí y les expliqué que era un amigo suyo, que estaba de visita. La joven entonces me respondió... Edfik había muerto hacía dos años... Ellos eran sus hijos.  
Al escuchar semejante declaración sentí una inmensa y súbita angustia. La ansiedad me produjo síntomas físicos, estaba mareado y me temblaban las rodillas, me parecía que en cualquier momento podía caer al suelo. El pequeño observó mi hacha y entonces me preguntó si mi nombre era Kushim. Asentí levemente con la cabeza, porque no me salían las palabras. Lo muchachos parecían estar ahora más sorprendidos que antes. La chica me invitó a pasar y acepté. Me llevaron al interior, hasta el salón, y me sirvieron agua. La bebí y me llevé las manos a la cabeza, comencé a respirar con un ritmo constante para poder relajarme, mientras, ellos, solo observaban atentos.  
Cuando pude recomponerme, miré a los jóvenes, les pregunté si eran hijos de Edfik y ambos me contestaron que sí. Les pregunté por su madre, me explicaron que había salido a por suministros, pero que no tardaría en volver. Tras eso hubo un silencio, uno prologado y áspero, hasta que obtuve la endereza necesaria para preguntarles sobre Edfik. La muchacha me contó que había tenido un accidente laboral y se había hecho un extenso corte en el brazo. La herida no se curó debidamente, cambió de color y comenzó a supurar. En ese momento de la historia no entendíamos como funcionaban las bacterias, y muchas personas fallecían de infecciones fáciles de curar.  
No sé por qué, pero me culpé a mí mismo de lo sucedido... Pensaba que sí quizá hubiese estado con él podría haberlo ayudado, que hubiera encontrado alguna planta con la que purificar su lesión.  
Sin decir nada me levanté con la intención de marcharme, no obstante, cuando casi estaba fuera de la casa me encontré con la madre de los pequeños. No solo me reconoció, si no que se asombró al verme. Ninguno dijo nada al tener al otro enfrente, nuestras miradas hablaron por nosotros. Fue un encuentro cargado de incertidumbre, ella se aproximó hasta a mí y me abrazó... Yo la imité y me aferré a ella. 
Le comenté que ya me iba, pero ella se negó y me dijo que me quedase. Dije que no, pero ella comentó que no tenía esa opción. Regresamos juntos al salón y les dijo a sus hijos que fueran a alimentar a los caballos, que teníamos que conversar en privado. Los niños obedecieron y nos quedamos solos. Me preguntó si sabía lo que le había pasado a Edfik y contesté que sí, de inmediato le di mi pésame por la perdida.  
Mencionó que Edfik hablaba mucho de mí, que él siempre decía que acabaría volviendo. Su declaración me sobrecogió... Edfik había guardado con tesón las pertenencias que le había dejado. También se había ocupado de los cuidados de los caballos, lo había hecho tan bien que ahora eran el doble. Me disculpé con ella por mi ausencia, pero ella no me culpaba, de eso ya me encargaba yo...  
Declaró que yo no había envejecido nada y me preguntó donde había estado durante la última década. Al escuchar su afirmación estaba tan asombrado que no cabía en mí. ¿Había estado más de diez años ahí fuera? Desde luego no me había parecido tanto tiempo... 
Le conté algunos detalles de mi viaje, sin embargo, omití la gran mayoría. Entonces me hizo la gran pregunta; ¿qué iba a hacer ahora?  
Me propuso quedarme con ellos, pero me sentía incapaz... Todo me recordaba a Edfik y aunque ellos ya habían logrado anteponerse a la pérdida, yo la sentía demasiado reciente. En ese momento no sabía que contestar, sin embargo, al día siguiente lo tuve mucho más claro. Lo primero que hice al levantarme fue ir a ver a los caballos. Todos ellos se encontraban en perfectas condiciones. Algo que me resultó curioso fue que la yegua más mayor parecía reconocerme y se acercó a mí con confianza.  
Tras eso entré en la casa y vi que los demás se habían despertado. Me entregaron el canasto de lino que le había dejado a Edfik. Todo permanecía dentro, el senet, la daga, las figuras de madera, algunos minerales preciosos. 
Después de descansar lo veía todo con más claridad, había regresado por Edfik y sin él no tenía motivos para quedarme. Les entregué los minerales, eran muy valiosos y al proporcionárselos quería procurar su bienestar. Ese sería mi último gesto para con Edfik. Con los caballos hice lo mismo, me llevé a una hembra y a un macho, el resto se quedarían, al fin y al cabo, este era su hogar. Comí con la familia y me despedí debidamente, tras eso, cargué mi antiguo carro con mis objetos y me marché.     
 



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En el texto hay: historia, antiguo egipto, antiguedad

Editado: 18.01.2023

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