La abadía

Capítulo 2

El despertador sonó indecente. ¿El despertador? No, era el teléfono. Volvió a la consciencia de mala gana, no podía sino ser algo urgente si le llamaban. A tientas, medio ciego aún por la somnolencia, buscó el insistente aparato. Ni siquiera miró la pantalla para averiguar el interlocutor, era fácil adivinar, incluso dormido todavía, quién reclamaba su ayuda.

- ¿Diga? – imposible que la voz no sonase atiplada y pastosa.

Escuchó todo lo atentamente que le permitía la temprana hora lo que la voz en el aparato le relataba. ¿Qué hora era? Localizó la luz roja del despertador digital de sobremesa. Era una antigualla, debía de llevar con él al menos veinte años, pero cumplía su función, no se retrasaba, y le despertaba conectando con una emisora de radio; abrir los ojos escuchando una voz era infinitamente más agradable que con pitidos, que con el molesto snooze. Eran las seis de la mañana. El caso debía de ser grave, no recordaba ya la última vez que le habían urgido a atender un caso tan a deshora.

El muerto no se iba a mover de donde estaba, así que se tomó su tiempo en hacer café y vestirse, no con demasiado gusto según las modas actuales, pero cómodo y funcional, desde luego no como se esperaba de un detective. No tenía tiempo de escuchar las noticias, tras encender instintivamente el pequeño televisor de tubo de la cocina, otro de los clásicos que todavía conservaba, volvió a presionar la tecla roja del mando a distancia para apagarlo. Se tomó unos instantes para dejar que el café actuase y meditar, como quien repasa una lista, que todo estuviese controlado y pudiese irse. Cartera con la placa, tabaco, mechero, gafas, revólver… estaba todo. ¿Dónde demonios había puesto las llaves del coche? No estaban en su lugar habitual. Hizo un esfuerzo por otear todo el recibidor, visualizando en su mente las llaves. Las localizó. Ya podía irse.

Las luces del coche rompían la negrura que acompaña antes de amanecer. La autopista era monótona, demasiado para esas horas de la noche, excesivamente para el sueño que hacía el papel de mal copiloto, de esos que, en lugar de distraer y animar para evitar que al conductor le entre la modorra, se quedan callados convirtiendo la conducción en un tedio insoportable o, incluso, se quedan dormidos.

El autocontrol le falló y, sin pretenderlo, en contra de su propia voluntad no tan férrea como hubiera deseado, desoyendo sus propias órdenes, Margot le vino a la mente. Hacía ya seis meses que había vuelto a casa, tras una larga y difícil jornada, para encontrarse que ella se había ido. No quedaba nada que la recordase, ni ropa, ni joyas, ni siquiera una triste foto, era como si nunca hubiese existido. La llamó insistentemente, siempre sin respuesta. La buscó, preguntó a todo aquel que pudiese decirle algo de ella, sin resultado alguno. Se desesperó. No sabría decir que le torturaba más, si no entender por qué se había marchado, o no saber si estaba bien; tantos años en homicidios, entre sospechas e indeseadas noticias, entre desesperanzada esperanza y el golpe de la dura realidad, le condicionaban a esperar lo peor. No podría decir cuántas veces había reunido a parientes, parejas, familias, para informarles de la muerte de un ser querido, acabando con la tenue ilusión, golpeándoles con la cruel verdad de una pérdida, rompiendo definitivamente el frágil equilibrio emocional que sólo se mantenía gracias a la fe en la posibilidad de que lo finalmente sucedido hubiese sido tan sólo una amenaza. Entonces, sólo entonces, logró empatizar con ellos. Le tocó pasar el duelo, ese que siempre había contemplado sin llegar plenamente a entenderlo. Margot había desaparecido, sin razón, sin explicaciones, sin posibilidad de enmendar los errores cometidos, cerrando la puerta a superar ese negro episodio y comenzar de nuevo. Seis meses ya, y aún le dolía. Todavía esperaba una llamada que le dijese “esto se acabó” o, peor incluso, pero igualmente aliviadora, “hemos encontrado un cuerpo”. Seis meses en los que a duras penas la vida continuaba, en los que no habían faltado casos que le distrajesen, pero siempre momentáneamente, solamente hasta que volvía a casa, siempre a altas horas, siempre con escaso tiempo para descansar, y la realidad del abandono, de la pérdida, de la desaparición, le asaltaba de nuevo para volver a destrozar el frágil bienestar que había logrado en la jornada con el hecho, escaso, erróneo, inservible, no siempre logrado, de no pensar en ella.

Encendió la radio, por lo menos ahí el cruel silencio quedaba desterrado. Tras quince minutos de noticias sobre el tiempo, el estado de la carretera y la actualidad política, para él una pura pantomima, calculó que no debía de estar lejos; lástima que ya apenas se diesen noticias de sucesos, sólo las más graves o importantes, los payasos del hemiciclo ocupaban la mayor parte del tiempo de emisión. Sin embargo, hoy sí hubo una que le llamó la atención y le forzó a subir el volumen. “Espantoso crimen en la localidad de La Ermita. Un cadáver ha sido hallado en la iglesia del pueblo. El cuerpo, pendiente aún de identificar, podría pertenecer a don José A. H., párroco de la localidad. Aún no han trascendido los detalles del asesinato. Testigos presenciales hablan de una escenificación que podría atribuirse a grupos de magia negra o santería. Todavía no se ha difundido ningún comunicado oficial por parte de las autoridades que están trabajando en el caso desde altas horas de la madrugada. Continuaremos informando.”

No pudo esconder un gesto de fastidio, ya era de dominio público y eso dificultaría su labor. La prensa estaría acechando, como buitres, interrogando a todo el que encontrase por la calle, y algunos de ellos, por lograr un minuto de fama, inventarían cosas que no se ajustaban a la realidad. El mayor problema era que esas falsedades irían de boca en boca, mucho más rápido de lo deseado, y cuando todo el mundo las conociese, y las difundiese, las daría por buenas. No faltaría, eso siempre pasaba, el que se presentase como testigo, siéndolo falso y no habiendo tenido nada que ver con el caso. Era parte de su trabajo y tendría que lidiar con ello, de hecho, eran más las veces que tenía que descubrir quién mentía sobre el caso, que los detalles del propio expediente que, la mayor parte de las veces, quedaban aclarados en menos de un día.




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