La abadía

Capítulo 3

Cuando corrió el cerrojo esperaba encontrarse con la chica sentada en la cama, o mirando por la ventana, en cualquier caso, esperando a que alguien le abriese la puerta, pero solamente encontró un bulto en el lecho, exactamente en la misma posición que la había dejado, parecía que no se hubiese movido en toda la noche, y así debía de ser porque la ropa de cama estaba perfectamente ajustada. Se acercó sigilosamente y se alongó sobre el rostro volteado hacia la pared. La chica abrió los ojos súbitamente, lo que hizo que la monja diera un respingo.

- ¡Cristo misericordioso! Qué susto me has dado, chiquilla. – se santiguó. - ¿Has descansado? Vamos, que te preparo el desayuno. -no hubo reacción, no movió ni un músculo.

Se acercó a ella para ayudarla a incorporarse cuando tropezó con algo bajo el catre. Al agacharse encontró un crucifijo, el que debía de haber estado colgado de la pared en la cabecera de la cama y que, extrañamente, no estaba en el lugar que le correspondía.

- ¡Virgen del amor hermoso! ¿Has tirado tú el crucifijo?

Ni la miró mientras le lanzaba la pregunta con un enfado creciente, recogió la cruz y la enganchó del clavo que tristemente sobresalía de la pared desnuda. Se volvió hacia la extraña que de nuevo la sobresaltó al encontrársela mirándola fijamente, sentada, sin que ella hubiese percibido el más mínimo movimiento. El miedo le hizo vibrar el cuerpo.

Con todos los sentidos alerta la ayudó a asearse, pendiente a cada movimiento de la extraña. La muchacha no dio más señales de voluntad, se dejó hacer sin resistirse, sin comunicarse, con la mirada perdida. La acompañó de nuevo al lecho, donde la dejó sentada, en ropa interior, antes de abandonar la celda de forma que no le diese del todo la espalda y la tuviese controlada. Echó el cerrojo tras de sí.

 

La madre superiora colgó el auricular del teléfono desconcertada, alarmada; la llamada del obispado, mejor dicho, el motivo de la llamada, era una noticia que nunca hubiese esperado escuchar. El padre José había muerto, asesinado. No le habían dado más detalles, tampoco los había pedido, sabía perfectamente dónde estaba su lugar y cuáles eran los límites de este. El padre José asesinado. Su mente buscaba instintivamente un porqué a aquel desenlace, pero no encontraba razón para ello, seguramente porque no la hubiese. Siempre había sido un hombre piadoso que las había ayudado en todo lo que estaba en su mano, incluso intercediendo ante el obispo cuando ellas habían tenido alguna dificultad. Nunca había faltado a sus deberes como confesor de las hermanas, ni a ningún servicio en la diminuta capilla de la abadía. ¿Quién habría podido cometer el crimen? ¿Qué motivos habrían empujado a nadie para arrebatarle la vida a un siervo del Señor? Tendría que reunir a toda la congregación para darles la noticia, y seguramente le harían preguntas, sobre todo sor Luisa, que era muy dada a meterse en asuntos ajenos, no por maldad, sino por falta de comedimiento, preguntas para las que no tenía respuestas. Iba a ser un mal trago. Pero si el Señor le ponía esa prueba, trataría de superarla como muestra de obedecimiento y sumisión a su mandato. Ahora bien, el hecho de cumplir con sus obligaciones no le imponía hacerlo de forma inmediata, bien podía esperar a la cena en la que todas las hermanas estaban presentes; normalmente el almuerzo era por turnos según las labores de las mojas les dejasen tiempo libre.

Bajó hasta las cocinas para desayunar algo, aún no había tenido tiempo, donde se encontró a sor Teresa preparando unas tostadas y café. La miró interrogante con aire de superioridad.

- No es para mí, madre superiora. Es para la chica.

La mujer sonrió aliviadoramente, esta vez no le tocaba llamarle la atención por comer a deshoras, como era habitual en ella, a pesar de las severas advertencias del doctor.

- ¿Cómo se encuentra?

- Igual. No habla ni se mueve. Parece que no reacciona. Quizás debiéramos llamar al médico.

Ese era un final al que la abadesa ya había calculado que tendrían que resignarse, pero intentaba alargarlo todo lo posible; el facultativo costaba una fortuna que no quería gastarse en una desconocida, a pocas posibilidades que hubiese de ahorrársela.

- Démosle unos días a ver si reacciona. Tiempo de llamar al doctor siempre tenemos. – le dio la espalda para volver a sus quehaceres.

- Madre superiora… - le hizo darse la vuelta. – es que… - dudó de cómo abordar el tema.

- ¿Qué sucede?

- Es que… - su mente buscaba infructuosamente la forma de explicar sus sensaciones. Finalmente optó por ser directa. – Tengo miedo.

- ¿Miedo? ¿De qué?

Le contó brevemente lo acontecido en la celda cuando había ido a despertarla, cómo la había encontrado, lo del crucifijo en el suelo, su misteriosa forma de reaccionar en cuanto la monja lo había recolocado en su sitio…

 Seguramente hay una explicación para todo ello, hermana. – la madre superiora la miró con una inmensa ternura que había reemplazado a la sorna inicial. – Si se queda más tranquila, llévese a sor Luisa con usted cuando vaya a atenderla, así las dos cumplirán con la penitencia como castigo por haberse saltado las normas.

- Gracias, madre. – salió corriendo a buscar a la hermana, aliviada de no quedarse a solas con la desconocida.




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