Me siento en el asiento delantero y me recuesto contra el respaldo. Seguro que ahora sí me duermo. Ya siento cómo el sueño empieza a envolverme, pero de golpe me obligo a salir de ese estado.
No confío en Podolskyi. Dormir en su coche sería un error.
Así que me doy una orden: ni se te ocurra cerrar los ojos. Y para asegurarme de no caer rendida, saco el teléfono y me meto en las redes sociales. Los videos me mantendrán despierta.
Podolskyi se sienta a mi lado. Su presencia me irrita. Con el rabillo del ojo veo cómo se abrocha el cinturón, enciende el motor y arranca. Todo lo hace en silencio. Ni una mirada de reojo.
Finge que no estoy aquí.
Qué raro. Pensé que intentaría coquetear o, al menos, iniciar una conversación. Pero no. Pavlo... o mejor dicho, ¿Pasha? Vamos a llamarlo Pasha.
Conduce tranquilo, con la vista fija en la carretera. Y yo empiezo a sentir una incomodidad que no sé explicar.
¿Será la calma antes de la tormenta? ¿Acaso quiere que me relaje para luego… qué?
¿Detenerse en medio del bosque y lanzarse sobre mí con besos ardientes, para después pasar al asiento trasero y tener sexo desenfrenado?
Suena demasiado simple y cliché. Saco la idea de la cabeza y giro la mirada hacia la ventana. Ya estamos en la autopista. Volamos entre otros coches.
Regreso al teléfono, pero los videos ya no me hacen gracia. La conexión está malísima. Frunzo los labios con molestia y lo guardo en el bolso.
Clavo la vista al frente, pero en realidad lo observo a él de reojo.
Y así, en ese silencio, transcurre todo el viaje… hasta que llegamos frente a la casa de mis padres.
Solo entonces, al detenerse frente a las altas rejas, finalmente habla. Su voz rompe el silencio para anunciar lo obvio:
—Llegamos.
—Ya veo —respondo con sarcasmo.
—Podrías haber dormido estos cuarenta minutos.
—No duermo cerca de personas en las que no confío —me desabrocho el cinturón—. Podrías llevarme a saber dónde…
—Eso sí que no lo haría —gira la cabeza hacia mí y me lanza una mirada abrasadora—. Ya te lo dije… Es una pena que pienses así de mí.
—¿Te ofendí con eso?
—Solo me decepcionó.
—¿Vas a llorar a mares?
—No —se inclina un poco hacia mí—. Pero lo recordaré. Toda tu rebeldía… y espero poder domarla pronto. Porque eres demasiado terca y desobediente, chica.
—Ya veremos —respondo con indiferencia y bajo del coche.
Papá ya nos espera en el patio. Le da la mano a Podolskyi y, conmigo, es más sencillo: me abraza. El ambiente se siente medio formal.
Justo en ese momento, mamá sale de la casa. Nos saluda con dulzura y se coloca al lado de papá, quien dice:
—Pavlo, vamos a mi despacho. Quiero compartir contigo una idea sobre el nuevo proyecto. Han surgido algunos inconvenientes.
Mi jefe frunce el ceño. Se queda pensativo, con expresión de disgusto. Lo siento en todo el cuerpo: algo no va bien.
—¿Qué proyecto? —pregunto.
—Aún no figura en los documentos —responde Pasha.
—¿Y eso por qué?
—Porque todavía está en desarrollo —contesta mi padre, con quien más me parezco. De él heredé los ojos oscuros, el cabello negro y varios rasgos faciales. Aunque la nariz y los labios son de mamá.
—¿Van a contarme de qué se trata?
—Más tarde —ataja Pasha.
—¿Por qué?
—Hija, tenemos que hablarlo a solas con Pavlo —dice papá con tono firme—. Mejor hazle compañía a mamá.
Abro los ojos con tanta sorpresa que casi parecen monedas.
¿En serio? ¿Y para qué vine entonces? ¿Para sentarme en el jardín y tomar té mientras ellos discuten cosas importantes en el despacho?
—No pongas esa cara —me dice papá—. Ya te enterarás de todo.
—Espero que no sea nada criminal —murmuro, cruzándome de brazos.