Los fines de semana pasan volando. Los paso en casa. No tengo ganas de salir a ningún lado. Aunque en la mañana me llamó Katia con esa voz alegre suya para invitarme a jugar bolos y despejarme un poco.
—Ay, ¿pero qué te pasa? —chista al teléfono—. Vamos con nosotros. Nos relajamos, tiramos unas bolas, luego vamos a alguna cafetería. Pedimos pizza o sushi... ¡Natalia, no pongas esa carita! Además, estuviste dos años perdida en Alemania, ¡nos debes un montón de salidas!
—La próxima vez —respondo desde el alféizar, envuelta en una manta gris, observando el paisaje. Es primavera. El césped brilla de verde esmeralda y los árboles están cubiertos por una delicada flor blanca, sobre la que seguramente revolotean abejas. A veces me alegra vivir en las afueras y poder ver toda esta belleza—. Esta semana me agotó. Me siento sin fuerzas.
—¿Tu jefe es un idiota y te explotó? —pregunta.
—No es solo por él —respondo—. Soy asistente, y me caen un montón de responsabilidades. Necesito al menos una semana para acoplarme al ritmo y no sentirme al final como una yegua molida que aró cien hectáreas en un día.
—Pobrecita. ¿Y qué hiciste ayer? ¿Ni el día entero te bastó para descansar y recuperar energía?
—No fue suficiente —murmuro—. Necesito dos días enteros para reponerme.
—Qué pena —dice, decepcionada—. Yo ya me hacía la idea de que hoy nos veríamos, charlaríamos un rato… ¿Y tu nuevo jefe? ¿No es un viejo que se cae a pedazos, verdad?
—No es viejo. Tendrá unos treinta.
—¿Está bueno? —su voz arde de curiosidad, al punto que me calienta la oreja.
Me muerdo los labios. Katia lo conoce bien… Ella y las demás amigas fueron testigos de aquel maldito bofetón que le di. Después incluso lo recordaban por la calle, diciendo lo guapo que era. Sobre todo, Olya, que se lució con esto:
—A ese Aquiles me lo llevaba a un rincón oscuro… ¡Natalka, qué desperdicio haberle pegado!
—¡Así aprende a no mirar debajo de las faldas! ¡Pervertido!
—Eres una tonta —suspiró ella con tono soñador, mientras yo levantaba la cabeza con orgullo. Después de eso, se pasaron una hora babeando por su físico como perras con un hueso.
—Es normal —respondo a Katia con tono neutro—. Nada del otro mundo. No hay mucho que comentar.
—¿Está casado?
—No lo sé —miento, porque Podolskyi es un pájaro libre que, de todas las maneras posibles, intenta posarse en mi rama.
—Bueno, si lo dices con tanta apatía, seguro que es algo entre el brócoli y el tofu.
—Has dado en el clavo —respondo—. Un jefe común y corriente. Nada más.
—¿Estás segura de que no quieres venir con nosotras? —intenta Katia una última vez.
—Hoy sin mí.
—¿Y si lo piensas un poco más?
—Katia, necesito descansar.
—Qué pena...
—Pero la próxima vez voy con ustedes —la animo.
—Te tomo la palabra.
En realidad, estoy secándome las uñas bajo la lámpara y pensando que tal vez sí me habría venido bien salir a despejarme. Pero ya son las cinco de la tarde, así que no tiene sentido darle más vueltas.
Saco la mano y aplico otra capa de esmalte rojo. Esta semana llevaré las uñas largas y llamativas, porque los colores neutros no son lo mío.
Vuelvo a meter la mano y espero sesenta segundos. Mientras tanto, imagino la cara de mis amigas cuando, en mi próximo cumpleaños, aparezca un stripper... y sea Podolskyi. A Olia directamente se le volaría la cabeza del entusiasmo. Claro, también tendría que asegurarme de que Katia no me mate, porque odia que le mientan. Y yo le mentí sobre quién es mi jefe. Pero supongo que unos buenos bailes calmarán sus nervios.
Y así llega el temido lunes, acompañado además por un clima horrible. Llueve. El suelo está lleno de charcos, y nubes grises galopan sobre mi cabeza. También sopla un viento molesto que silba en los oídos y atraviesa mi abrigo violeta, colándose por la blusa de lino gris que combina perfectamente con mis pantalones clásicos de talle alto.
Por fin entro corriendo en la oficina y subo en el ascensor. Mientras me lleva al piso correcto, me miro en el espejito. El labial burdeos está impecable. La máscara de pestañas aguanta firme, y el cabello cae obedientemente sobre mis hombros. Eso es lo que más me gusta de él: como lo dejo, así se queda. Nada de caos.
Ya en mi despacho, me quito el abrigo y me dejo caer frente al escritorio. Enciendo la computadora, cierro los ojos y pienso, con una punzada irónica, que la semana apenas empieza.
Gimo por ese hecho detestable, pero hay que acostumbrarse. Y para animarme un poco, decido ir por un café. Lo tomaré, entraré en calor y me prepararé mentalmente para la jornada.
Me pongo de pie, pero justo entonces suenan unos golpecitos en la puerta.
—Adelante.
Después de mis palabras, aparece frente a mí la secretaria de Pasha —Ángela—, con una expresión visiblemente preocupada.
—Buenos días, Natalia Fedorivna —dice en voz baja.