La búsqueda del fénix dorado

8) La aldea de los duendes

Max se impresionó muchísimo con la estancia en la que dormían sus nuevos amigos. Había imaginado un lugar simple, tan simple que sólo había esperado encontrar un poco de tierra en el cual descansar. Pero aquello era diferente, el lugar de descanso de sus amigos jirafas era un círculo de más de diez metros de diámetro, rodeado por un perfecto círculo de árboles cuya ramazón se unía de tal forma que, a unos quince metros del suelo, formaba un techo natural casi impenetrable a la lluvia, y en el suelo había un gran colchón de paja seca.

—¿Esto lo hicieron ustedes? —preguntó Jennifer mientras admiraba minuciosamente el lugar.

—No, este es un regalo que me dejó mi tío abuelo —dijo Camilo, por mucho, el más tonto de los tres.

—Sólo por esto es que te soportamos —comentó Gregorio.

Los chicos encontraron unos árboles de manzanas y unos de bananas muy cerca de allí. Max nunca había imaginado encontrar bananas en ese lugar. Las cuales le supieron deliciosas, un poco verdes y picoteadas por las aves, pero deliciosas. Después se fueron al río a darse un baño, el cual no quedaba muy lejos del dormitorio de las jirafas. Eso porque sus amigos les dijeron que allí no había depredadores y que el resto de animales eran bastante pacíficos. Aún así tomaron muchas precauciones.

Regresaron al refugio ya entrada la noche. Por suerte ya la luna empezaba a mostrar un esquinita de su faz. En un par de días alumbraría por completo el bosque. Tras regresar del río, se echaron a dormir.

Mientras intentaba conciliar el sueño, Max meditaba sobre el futuro inmediato ¿Qué iba a pasar? Se suponía que iba a buscar a los duendes, tal vez ellos le podían ser de ayuda, pero no estaba del todo seguro. El concepto que tenía de tales criaturas no lo hacía sentirse tranquilo. Es más, hasta Lucas había dicho que él ya había tenido que huir de los duendes. Quizá después de todo era una locura tratar de ir al lugar en donde tales criaturas de genio pronto. «No hay de otra, mi abuelo vale todos los riesgos», pensó después, con ese pensamiento se quedó dormido.

Aquella noche durmió como nunca, excepto por los constantes gases de las jirafas. Quitando eso, la noche fue muy buena. Incluso durmió mejor que en la casa de Sam el mago. Allá habían tenido que dormir en el suelo, en cambió allí durmieron sobre suave paja. Sólo había sacado la manta para tenderla por bajo, ya que de seguro si se acostaban sobre la paja, sin nada entre ésta y ellos, les iba a dar una picazón infernal.

Cuando despertó al día siguiente el sol estaba ya alto. Se levantó de un salto, molesto consigo mismo por no haberse despertado más temprano. Sin mucha ternura despertó a Jennifer.

—¿Qué pasa? —preguntó ella adormitada.

—Nos tenemos que ir —contestó él—. Ya es tarde, mira —señaló hacia el sol.

De mala gana la niña se puso de pie. Las jirafas aún dormían. Dejaron a éstas con sus ronquidos y se fueron al río a lavarse el rostro y aprovisionarse de agua para continuar el viaje. En el río encontraron varios animales, en uno y otro lado, bebiendo agua. No obstante, en el lado opuesto del río, que tenía unos cincuenta metros de ancho, estaba una manada de leones, dos adultos y varios jóvenes.

—¿No habían dicho que no había depredadores? —inquirió Max mientras se lavaba el rostro, sin despegar la vista de las fieras.

—Por lo menos no veo ni uno de este lado del río —dijo Jennifer.

Aun así, Max no apartó la vista de los leones. Temía que se tirasen al agua y cruzaran el río para darse un banquete con ellos. Afortunadamente nada de eso sucedió, es más, los leones ni siquiera repararon en su presencia. Luego de proveerse de agua regresaron al refugio. Cuando regresaron sus amigos las jirafas ya se habían despertado y comían hojas de unos árboles vecinos.

—¿Si aquí tienen comida por qué van allá a comer? —les preguntó Jennifer.

—Nos gusta sentir el calor del sol. Además nos gusta tener compañía, allá se reúnen los demás de nuestra especie. Puede que un día incluso encuentre pareja —dijo Gregorio.

—Dijeron que no había depredadores en estos lugares y en el río vimos a un manada al otro lado —dijo Jennifer.

—Ellos no nos preocupan. El río es muy ancho, por lo que nunca llegarán hasta nosotros —dijo Lucas.

—Entiendo.

Los chicos empezaron a preparar sus cosas para partir.

—¿Hay algún camino para llegar con los duendes? —preguntó Max mientras guardaba la manta en la mochila.




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