La búsqueda del fénix dorado

13) El lobo famélico

Era alrededor de medio día cuando se separaron del conejo errante. Cuando Max partió de la cabaña de su abuelo nunca imaginó que iba a encontrar tantas cosas extrañas en su camino. Y eso que apenas llevaban cinco días de iniciado el viaje ¿Qué más cosas extrañas les esperaban en aquella travesía?

Caminaron largo rato, siempre silenciosos. La idea que de un momento a otro se encontraran con los gnomos los hacía sentirse inquietos. Trataban de caminar siempre silenciosos y sigilosos, pero sin aminorar el paso porque sabían que el tiempo les era muy valioso.

En los árboles se veía constantemente lagartijas de varios colores y diferentes tamaños, incluso vieron un camaleón. Cuando ellos lo vieron les costó trabajo distinguirlo porque se confundía con las hojas secas que estaban tiradas en el suelo. El canto de los pajarillos era cosa común y los roedores escurriéndose para ocultarse, nada del otro mundo. En realidad, era un bosque muy animado. Ojalá y todo aquel movimiento no significara que también rondaban depredadores cerca.

Mediada la tarde llegaron a un pequeño acantilado. A este y oeste no se le veía fin, por lo que la única manera de salvarlo era descendiendo.

—Tendremos que descender —dijo Max después de cerciorarse que rodearlo no era posible.

—Si no hay de otra —aceptó Jennifer nada ilusionada ante la perspectiva.

Max se acercó a la orilla buscando el lugar menos vertical para el descenso. Después de buscar durante unos cinco minutos encontró la parte perfecta para bajar. Era una parte casi vertical, pero de cuya cara sobresalían muchas rocas en la que los niños podrían apoyarse para descender. Afortunadamente el acantilado no pasaba de los diez metros de altura.

—Este lugar me parece perfecto —dijo Max haciendo señas a Jennifer para que se acercara—. ¿Crees que puedas bajar? —preguntó.

—Lo intentaré —respondió Jennifer nerviosa.

—Bien.

—¿Si nos caemos?

—No nos vamos a caer —la tranquilizó Max tomándola de los hombros.

Jennifer asintió, nada convencida.

—Arrojemos primero nuestras mochilas —ideó Max—, así nos será más fácil mantener el equilibrio.

Así lo hicieron. Ambos niños arrojaron las dos mochilas. Jennifer también dejó caer su arco. Max mantuvo la espada a la espalda, tenerla allí le daba cierta sensación de seguridad.

—Voy primero —se ofreció Max.

Se frotó las manos e inició el descenso. Fue más fácil de lo que había creído. Sólo era cuestión de cogerse bien de las rocas y asegurarse, con unos golpecitos, que las rocas donde ponía los pies resistieran su peso. Momentos después ya se encontraba en el fondo del acantilado. Notó que Jennifer tenía más dificultades, pero llegó abajo sana y sin ningún rasguño, a pesar de que había pisado una roca que al contacto de su pie se había desprendido, pero logró reponerse y llegar abajo sin más novedad.

Al lado del acantilado corría un pequeño río de tan sólo unas brazadas de ancho, no les costó trabajo vadearlo. Después bebieron hasta saciarse y repusieron el agua que habían tomado de sus cantimploras. Unos cien metros a su izquierda había una pequeña playa que conectaba al bosque. Se dirigieron hacia ella.

Estando ya en la playa Max escuchó un ruido, uno de esos ruidos que hacen que uno empiece a ver para todos lados, con el temor de que algo está a punto de suceder. El ruido provenía del interior del bosque, Max no sabría decir de qué se trataba.

Con cautela empezó a caminar hacia el bosque, siguiendo la dirección del ruido, espada en mano. Se asomó a un árbol y vio que en un claro había un lobo, el cual mordía un hueso ya sin carne. El lobo gruñía a la vez que el hueso chirriaba a causa sus caninos que rozaban la superficie pelada. «Así que era eso».

—¿Qué pasa? —preguntó Jennifer llegando al lado de Max, pero no se cubrió en el árbol y el lobo la vio.

—¡Qué delicia! —exclamó el lobo viendo a la niña y remojándose los bigotes con su lengua. Luego empezó a caminar hacia ella.

Max, espada en mano, salió de su escondite y se colocó a un costado de Jennifer. La niña tomó el arco y colocó una flecha.

El lobo se detuvo y empezó a retroceder.

—Yo no quiero hacerles daño —dijo—. Sólo tengo hambre, no he comido en días.




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