La cafetería de la calle Moore

III

"Neblina púrpura en mis ojos. No sé si es de día o de noche. Me has hecho perder, perder la cabeza. ¿Hay futuro o se ha acabado el tiempo?".

-Jimi Hendrix

JIMI

Todas las tardes desde que el gobierno comenzó a darle dinero por ser un anciano, Jimi se la pasaba en la cafetería de la calle Moore. Tal vez era porque le había cogido cariño al lugar, o porque la cerveza que servían era muy buena. También podía ser porque le gustaba observar a las personas que llegaban ahí, cada una más peculiar que la anterior. Aunque también se debía a que le gustaba un poco observar las caderas de la mesera, Renatta. Sus ojos coquetos y aquella sonrisa que le daba cada vez que llegaba. Si tan solo fuese veinte años más joven, pero no lo es, y eso lo sabe muy bien. Ahora está un paso más cerca de la muerte.

Llegaba todos los días a eso de las seis de la tarde y cerveza tras cerveza volvía hasta las tres de la madrugada. ¿Qué más daba? No había nadie que lo esperara en casa. Su esposa murió en un accidente de tránsito hace diez años, y sus hijos olvidaron su existencia una vez que el funeral había terminado. Era sorprendente. Tantos años cuidándolos para que decidieran dejarlo abandonado a su suerte. Por lo menos podía vivir de lo que le daba el gobierno.

Llevaba ya su cuarta cerveza, ya era entrada la noche. El sonido de la lluvia y del vaivén de los autos que escabullía hasta adentro de la cafetería era una suave reminiscencia de que el único que estaba muriendo era él. Él y sus ganas de seguir adelante. El repicar de la campana que anunciaba la llegada de un cliente lo sacó de sus pensamientos, se giró para ver de quien se trataba: una chica de poco menos de veinte años y vestida como toda una punk entró y se sentó en una de las mesas cerca de un ventanal. De la mochila de la chica comenzó a sacar una suerte de paquetes y mientras abría uno no dejaba de sonreír a diestra y siniestra. Jimi no dejaba de observarla de reojo con un poco de envidia, él también recordaba cuando era joven y el mundo era nuevo y emocionante. Ahora se las sabía todas, ya había vivido su tiempo.

Se quedó observando las luces titilantes del techo, al momento que le daba un generoso trago a su cerveza, se preguntó cuánto tiempo se permitiría disfrutar de esa vida tan simple. Solo él y esa cafetería. Solo él.

Ensimismado en sus pensamientos, nuevamente pudo escuchar la campana. Esta vez un hombre con una chaqueta de cuero con un bulto sospechoso hizo acto de presencia. A todas luces el hombre de cabello rizado tenía un animal dentro de la chaqueta. ¿Pero quién era él para criticarlo? Seguro tenía sus razones para hacerlo. Vio como el hombre se sentó en una mesa cerca del baño. Su mirada estaba vacía y cargada de soledad. Pero la suya era una soledad diferente, era una que estaba arraigada desde la infancia; la soledad de Jimi era producto de su edad, era de un tipo que todo ser humano experimentaría algún día. Por eso mismo Jimi sintió lastima por aquel hombre.

Observó de nuevo a la chica que aún tenía una sonrisa en los labios. Se preguntó qué sería de ella en unos cuantos años.

Miró la hora y pidió otra cerveza. Lo que sea por ver esas jugosas caderas otra vez.

—Señor Jim, ¿no se cansa de venir aquí todos los días —Le dijo la mesera con su marcado acento del sur.

—¿De qué hablas? Daría lo que fuera por escuchar todos los días tu bella voz.

—Es usted todo un pícaro. Nos alegra mucho tenerlo por aquí.—  Diciendo esto, la mesera se alejó no sin antes darle un fuerte apretón en el brazo.

Jimi sabía que ella solo lo veía como un abuelo más, con la diferencia de que él podía contar unas cuantas historias interesantes. Colocó la lata de cerveza en sus labios sin darse cuenta de que aún no la había abierto. Vaya, se dijo, si que podía dar lastima algunas veces.

La lluvia no dejaba de caer, y la noche resultaba más sombría de lo usual. Más aún cuando vio llegar a una mujer con un niño; su rostro estaba cubierto de pánico y de maquillaje corrido, el niño no tardaría en caer rendido en el suelo. Jimi, con su astucia, intuía lo que había pasado con ella y en el fondo se alegraba. Nadie merece vivir en una jaula, pero ¿a qué precio? Se removió en su silla y continuó mirando los minutos pasar en el reloj. Minuto tras minuto, degustando su proximidad a la muerte.




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