Cuando intento recordarlo, me sorprende darme cuenta que todo comenzó con una súplica.
—Por favor, Dai.
Amanda parpadeó tan deprisa que parecía algo sobrenatural. Aun así, sabía que su tono lastimero era mero dramatismo, por eso intenté resistirme, de verdad. Pero digamos que nunca fui bueno ante los gestos suplicantes y tonos entristecidos.
—Perdón, no puedo —intenté decir y aparté la mirada de la cara más terrorífica del mundo. Y no, Amanda no era fea o algo parecido; lo digo por su gran capacidad de influencia.
—Juro juro juro que será el único favor que te pediré en este mes, por favor.
Bueno, eso me sorprendió, debo admitirlo. ¿Un mes sin que ella me pidiera un favor? Sería un gran descanso considerando las miles de solicitudes que me hacía al día.
—De acuerdo —dije en un fingido desinterés, mientras que una vocecilla en mi cabeza me susurró que no era buena idea.
—¡Muchas gracias! —exclamó con infinita alegría.
Se abalanzó hacia mí, logrando que varias miradas se colocaran sobre nosotros, para después ser ignorados. Lo entendía, si vieras a dos personas abrazándose de esa forma en el estacionamiento de la universidad, seguro que estarías un poco interesado hasta que el cansancio te obligara a seguir tu camino.
Palmeé un poco su espalda, todavía inseguro de mi respuesta. Me preguntaba qué tan malo sería involucrarme con Isaac Muñoz. A decir verdad, no lo conocía, sólo lo había visto rondar en el instituto una o dos veces, sin embargo, desde el principio supe que era odiado. Amanda nunca me habló de la razón, sino que cada vez que él era el protagonista de nuestras conversaciones, la chica terminaba por enumerar un montón de adjetivos poco halagadores.
Irritante.
Ególatra.
Insensible.
Pesado.
Aburrido.
Y la lista crecía y creía.
Según Amanda, desde el momento en que cruzaron la primera palabra, supo el tipo de mala persona que era. No sabía si aquello era parte de uno de sus dramas, pues ella era así. Si veía una diminuta araña colgar en la hoja de algún árbol, pegaba el grito más escandaloso que jamás podrías escuchar. Si obtenía un rasguño, sentía que iba a perder tanta sangre que terminaría en el hospital. Si por algún motivo llegaba dos minutos tarde a los lugares que solía citarme, entonces me lo reclamaría por semanas, pese a que ella solía tardarse media hora la mayoría de las veces.
—Por cierto —me dijo después de un rato, apartándose—, ¿adivina qué me pasó el fin de semana en la fiesta de Erick?
Se veía tan feliz que adivinar no era complicado.
—Supongo que pudiste conversar con Omar —atiné a decir y nos dirigimos a la salida.
—¡Coooorrectooo! —entonó con voz cantarina y rio—. Fue un príncipe.
—¿Justo como Armando o como Francisco?
Su sonrisa triunfal desapareció en el acto, mientras que la mía incrementó, traviesa.
—No es gracioso —pronunció con falsa indignación, a sabiendas de que estaba en lo cierto.
—Bueno, ¿qué puedo decir? Siempre que sales con alguien terminas llamándolo «príncipe».
—A simple vista lo parecen —intentó defenderse—. No es mi culpa que resulten ser unos aprovechados que buscan seducirme para conseguir mi dulce y esponjoso cuerpecito.
Se abrazó a sí misma e hizo un gesto que gritaba: «¡Pobre de mí!»
—¿Y qué te garantiza que Omar no quiera lo mismo? —cuestioné con verdadera perspicacia.
Amanda dejó en claro lo poco agradable que le pareció mi pregunta. Aunque a mí tampoco me gustaba bajarla de su nube de sueños hermosos y llenos de arcoíris, me era imposible no pensar en ello ya que después me tocaría consolarla con tres litros de helado y películas de Julia Roberts.
—Yo sé que es el correcto —dijo cuando salimos de la universidad y nos abrimos paso a la calle—. Como sea, mejor hablemos de otra cosa. Por ejemplo, acaban de abrir una cafetería con crepas y demás chucherías, ¿no quieres ir?
Negué con la cabeza.
—Lo lamento, hoy tendré mi entrevista para el trabajo.
—¿En la tienda de las 24 horas?
—Así es. Ya iremos la próxima vez.
—Está bien —suspiró rendida—. Pero eso no significa que yo no pueda ir, ¿eh? Las probaré y si están buenas regresamos a la siguiente.