La calidez del invierno

05

 

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Mi jefe me había demostrado que podía ser una persona exigente desde el primer día en que nos habíamos conocido, pero el no cerrar la tienda ni siquiera en día festivo me comprobó que podía ser un hombre avaricioso.

Digo, no estaba del todo mal si consideraba que me pagaría ese día, sin embargo, estaba seguro de que llegaría tarde a nuestro encuentro en el centro de la ciudad.

Vicente no mejoró las cosas cuando, después de una intensa Ley del Hielo que no me importó en absoluto, decidió hablar conmigo cuando mi turno concluyó.

El chico de mirada muerta estaba enredando los cables de la bocina mientras que yo me quitaba el traje. Entonces, tras un largo suspiro, se aventuró a decir:

—Hablé con Kendra sobre lo que pasó el otro día —me informó y yo solo asentí. Me tenía sin cuidado ser odiado por cualquiera que despreciara a los demás por su orientación sexual—. Y creo que tiene razón: pasaré por alto tu arranque del otro día.

—¿Arranque? —pregunté extrañado y dejé de vestirme para mirarle.

Él asintió.

—Cada vez que alguien entra a esta tienda finge ser moralmente correcto, pero con el paso del tiempo muestran su verdadera cara. Presiento que eres como ellos. Y no te preocupes, aquí nunca te juzgaremos… a menos que seas un rarito. En ese caso, lo mejor sería que te largues.

—No fue un arranque —aclaré, intentando olvidar las desagradables palabras que siguieron en su discurso—. No me gusta que alguien se exprese así de los demás. Cada quién es libre de decidir cómo vivir.

El muchacho me miró como si no tuviera remedio, negó un poco con la cabeza y se rio.

—Como digas. Hasta mañana, Juan.

Apreté los dientes cuando él se alejó. Estaba seguro que había pronunciado mal mi nombre a propósito. ¿Qué le pasaba a este tipo? ¿Por qué actuaba como un niño sin criterio propio?

Traté de no pensar mucho en el tema como Vicente parecía hacerlo con todo lo demás y me fui a casa para tomar una ducha rápida porque sí, en la tienda no había más que un escusado en mal estado.

No me puse nada especial: solo una camiseta que rezaba: «¡Viva México!», unos pantalones de mezclilla y unos tenis un poco sucios. Sin embargo, al encontrarme con las chicas, me percaté que Amanda llevaba un vestido típico con unas flores adornando su cabello; también se había pintado la bandera del país en la mejilla. Susana, por su parte, se había maquillado toda la cara, se puso una diadema con luces verdes, blancas y rojas y una playera similar a la mía. También cargaba con silbatos y matracas. En cuanto me vio hizo que sonaran.

—¡DAAAAAI! —gritó entre saltos. Al acercarme me dio un abrazo eufórico que combinaba con el ambiente general—. ¡Qué bueno que pudiste venir!

—Pensamos que te habías arrepentido a la mera hora —secundó Amanda, luego sonrió—. Temía que te perdieras de mi mejor atuendo.

Dio una vuelta completa, luciendo hermosamente su vestido.

—No podría. Si lo hacía, estaría muerto antes de que pudiera darme cuenta.

Los tres reímos.

—Vamos a pasear un rato y a sacarnos fotos —ofreció Susana.

—Ah, espera —dije—. Aún faltan dos personas.

Ella desconocía mi reciente invitación, por lo que me observó desconcertada.

—¿Cómo que falta alguien?... —preguntó al mismo tiempo que la pareja se detuvo a su lado.

—Buenas tardes —saludó el chico de los rizos oscuros y brillantes. Su alegre sonrisa vaciló al ver a nuestra amiga de silbatos—. Tampoco te conozco. Soy Cristian; Cris para los amigos.

Me habría reído del rostro patidifuso de mi amiga si no fuera porque yo estaba exactamente igual. Cristian llevaba un traje de charro, con sombrero incluido.

Al verlo, los ojos de Amanda brillaron y sonrió con ganas.

—¡No puede ser! —exclamó—. Venimos combinados.

—¡Tienes razón! —concedió el chico y le tomó de las manos—. Somos la pareja perfecta.

Pensé que en un principio Susana actuaría recelosa al fijarse en Muñoz, mas decidió disfrutar de las buenas vibras de su acompañante y nos guio por todo el centro. El barullo, la gente amontonada y el olor a la comida que vendían cerca me marearon de inmediato. Debí de haberme acostumbrado a ello luego de haber asistido durante cuatro años consecutivos a un evento como ese, pero no fue el caso.

—Oigan, esperen —gritó Cristian para que pudiéramos escuchar. Nos detuvimos frente a un puesto donde vendían listones, estampillas y demás cosas. No pude oír lo que él pidió hasta que se giró y sin preguntárselo, pintó las mejillas de Muñoz con los colores de la bandera—. Listo, ahora sí podemos continuar.




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