CINCO
Habían pasado tres días ya, y la noche junto con sus sombras hacía que la habitación que me había asignado «doña» Mariella se hiciera aún más tétrica. Los árboles más altos llegaban hasta el segundo de los cuatro pisos, que era donde me encontraba, para proyectar figuras en las paredes y el suelo a medida que el viento soplaba por entre sus ramas; a veces con cautela, a veces con ira.
Era la primera noche en que dormía solo, sin mi familia al lado; estaba totalmente horrorizado de que aquel monstruo de la puerta viniera a por mí debido a mi falta de sueño, que cada vez que oía la litera de abajo crujir, apretaba los ojos con fuerza y simulaba estar dormido.
Sin embargo, en ninguna ocasión sucedió nada.
En la mano tenía una piedra rojiza que había encontrado nada más entrar; la bordeaba con la yema de los dedos hasta el cansancio, mientras recorría su forma con lentitud. Se sentía caliente al tacto y áspera como la lengua de un gato. Pensé en Ceniza, ¿por qué lo abandoné? Por mi propia culpa; si nunca hubiera cumplido los veinte, jamás le habría dejado a un lado.
Pensé en mi gato, aquel animalito grisáceo oscuro de mirada ámbar y la nostalgia de la distancia me atacó. Al principio, cuando nos designaron los dos compañeros que compartirían habitación conmigo, me dispuse a revisarla por completo, pero ahora que la oscuridad era impedimento, y ya no tenía más nada por ver, la emoción se apagó.
Comencé a contar los segundos que faltaban para el amanecer, pero la espera se me hizo insoportable cuando llegué a «trescientos», ¡¿por qué demonios no podía conciliar el maldito sueño?!, me reprendía en vano.
Un crujido seguido de otro, era como si unas inmensas garras acariciaran la madera donde Mikael Therra dormía; él, apenas puso la cabeza sobre la almohada, quedó profundo. A pesar de lo vergonzoso que era admitir el miedo que tenía por siquiera cerrar los ojos, terminé por dejar a un lado la dignidad y salvar mi vida.
—Mikael —susurré para no dormir al bulto sobre la cama de la izquierda que era Tronn—. ¿Estás despierto?
Al callar, todo volvió a quedar en un tétrico silencio que nada más era acompañado por el vaivén de los árboles mecidos por el viento.
Me incorporé en unos segundos, y con cuidado bajé hasta el suelo. Ahí me quedé un instante antes de decidir qué hacer, si salir al inmenso corredor que da al resto de habitaciones, o si levantar al chico para que respondiera esa pregunta que tenía clavada desde hacía horas. Él no parecía tener la misma edad que el resto, ¿por qué estaba con nosotros entonces?
La curiosidad me pudo más, además, si era una historia aburrida, podría quedarme dormido pronto.
Sonreí ante mi ingenio.
—¿Mikael, estás despierto? —lo sacudí un par de veces sin tener cuidado de moverlo demasiado. Le moví el hombro hasta que se giró para darme la espalda mientras farfullaba algo por lo bajo. Insistí por quinta vez—. ¿Estás despierto?
Un gruñido se hizo lugar desde la boca del otro, quien se encogió de hombros con hastío.
—No, estoy dormido.
Callé por unos segundos, esperando a me que dijera algo más.
—¿Entonces por qué hablas, idiota? —espeté de la misma forma en que él habló. Lo oí decir algo sobre su vida, que se acababa de tirar por la borda y nunca conseguiría la paz de antes, que su fantasía de ser mayor acababa de terminar y otras cosas más hasta que se dio media vuelta y quedó con la vista cansada clavada sobre mí. Su gesto me exigía una buena razón del porqué lo desperté a esa hora.
Miré el reloj, eran las dos de la mañana.
—¿Qué? —bramó.
—Debo preguntarte algo.
Las sombras nos envolvían, y a ratos veía los grises ojos de Mikael puestos sobre mí, aquellas manchas negruzcas que le daban un tono de muerte a su rostro y al mío, supuse.
Asintió a la vez que se incorporaba en el colchón duro de la cama vieja; las tablas de madera crujieron al moverse él, y supe que durante muchos años nadie había prestado atención a las habitaciones hasta el día anterior. Estiró ambas piernas y se apoyó al poner la espalda contra la pared; entonces, cruzó los brazos sobre el pecho y enarcó ambas cejas para darme la señal de que me escuchaba con atención.
Comencé con algo sencillo.
—¿Qué edad tienes?
Mikael quiso reírse, me miró como si estuviera loco y acabara de preguntarle si le gustaba Mariella o algo por el estilo.
—¿Qué es esa pregunta tan…? —le corté de inmediato. Quería saber la verdad; y él estaba consciente de que al menos, yo sospechaba de su estadía junto con el resto de adultos.
Tronó los dedos de ambas manos y suspiró.
Dirigió la mirada sobre la habitación entera e hice lo mismo. Las literas gastadas se apilaban de tal forma que creaban una especie de biblioteca artificial —como parecía serlo todo últimamente— donde se acomodaban varios recipientes, trofeos, algunos papeles de cartas, reglamentos, instrucciones y mapas; y libros. Demasiados de ellos, jamás había visto tantos que no fuera donde la Nona Nora, quien mantenía su propio almacén de textos para aquellos que quisieran culturizarse un poco más aparte de lo que enseñaban de pasada en el instituto.