La casa de la bruma

3. Deseos

Giuseppe Vernini tenía veinticinco años cuando su padre le apoyó las manos sobre los hombros y le dijo:

—Hijo mío, prefiero no verte más y saber que estás vivo a no verte más porque sé que estás muerto.

Giuseppe, que trabajaba en el puerto como estibador, se levantó una mañana, besó a su madre, abrazó a su padre y se dirigió al lugar de trabajo. Allí pidió la paga del mes y se compró un pasaje. Horas después, partió de Génova hacia la Argentina. La guerra en Europa cobraba cada día más vidas. Salvándose a sí mismo, sabía que perdía familia, patria y hogar. Pero era el mandato paterno y debía cumplirlo.

Cuando llegó al Puerto Nuevo, su atención se centró en una jovencita sentada de espaldas al edificio del puerto. Sus cabellos ondulados castaños caían en una cascada atada con un pañuelo celeste. Tenía una carpeta de dibujos y escudriñaba la gente con sus ojos oscuros y la bocetaba. Supuso que su propia figura sería también impregnada en esas hojas. De pronto, su atención cambió de persona cuando fue llamado por un personaje de baja estatura y calvicie incipiente. No parecía ser un hombre de negocios, ni tampoco uno mucho más rico que él mismo, puesto que vestía una camiseta húmeda del sudor y la bruma y pantalones con tiradores.

Giuseppe lo escuchaba hablar rápido en un español típico de inmigrante: una mezcla de español con italiano y portugués. A primera vista, no podía saberse la procedencia del pequeño hombre, a quien Giuseppe le ganaba una cabeza y media. Finalmente entendió algo sobre una habitación para rentar y se decidió a prestarle atención. Con una última mirada a la mujer del cuaderno en la bruma del amanecer, se dio vuelta y siguió los pasos de Don Luigi.

El conventillo al que fue conducido se llamaba Verdini, a causa de esto, o quizás por ello, el frente de la vieja casona tenía varias tonalidades de color verde. A Giuseppe le asignaron una habitación cerca de la cocina, con una litera y una pequeña cómoda para ubicar sus cosas. También había una silla, sobre la que se sentó a contemplar su nueva suerte y a echar de menos a sus padres. El Nuevo Mundo parecía ser bastante pequeño hasta ese momento. E incómodo, por lo que podía colegir sentado en esa silla despintada. En algún momento se durmió. Lo supo porque cuando abrió nuevamente los ojos, la luz se estaba escapando del patio común del conventillo y las mujeres se afanaban en la cocina preparando la cena para todos los inquilinos. Desde su habitación se escuchaban los trajines, las charlas y las cucharas que golpeaban las ollas de chapa.

De pronto alguien tocó a su puerta, que de todos modos estaba a medio abrir. Empujó una de las hojas y se inmiscuyó en la aparente intimidad del genovés. Cuál no fue la sorpresa de Giuseppe al descubrir que era la muchacha del puerto, aquella que dibujaba entre las brumas de la ciudad que se despabilaba.

Ciao! Io sono Ada. E tu sei chi? Vieni a cena? (¡Hola! Soy Ada. ¿Y tú? ¿Vienes a cenar?)

Giuseppe se sintió por primera vez bienvenido. Ese par de ojos verdes oscuros, casi negros, en el rostro tostado por el Sol eran dos soles que le daban el primer calor que había sentido desde que había abandonado a sua mamma.

Esa noche cenó con la familia de Ada: papà, mamma, Claudio y Giorgio. Además estaba Dante, con quien trabajaban la mamma y la misma Ada, en una fábrica textil.

Mamma, io voglio estudiare (Mamá, yo quiero estudiar). Una amiga de la fábrica me ha hablado de una academia para secretarias. Io voglio quello per me (Lo quiero para mí).

—Ada, ma che dici, ragazza? (Ada, ¿qué dices, niña?) El trabajo nos alcanza apenas para comer —respondió la mamma, incapaz de pensar en tirar ni una moneda en una academia destinada a las señoritas de buen ver, no a las empleadas de una fábrica en Once.

Giuseppe vio cómo Ada bajaba la vista y se concentraba en los spaguetti con salsa bolognesa. Sin embargo, una luz brillaba en esos ojos oscuros y él supo que la muchacha no se rendiría tan fácilmente. En esta corta conversación, el genovés pudo ser testigo de las dificultades de sus compatriotas en suelo nuevo.

—Encontraré la manera, mamma. Papà, yo les prometo que los haré sentir orgullosos de mí. Y eso no sucederá cosiendo ropa para otros.

Ada volvió a bajar la mirada y terminó el resto de la cena enmudecida. Sus padres se quedaron mirándola en silencio durante un minuto extensísimo y finalmente cambiaron de tema. Más tarde, las mujeres siguieron trabajando en la cocina: levantaron la mesa, lavaron, secaron y guardaron los platos, pasaron una escoba por el suelo y guardaron los restos de comida que servirían en el almuerzo del día siguiente.

Giuseppe se sentó con los demás hombres a tomar un poco de whisky rebajado que habían conseguido a buen precio. No importaba el calor, solo la camaradería que se instalaba alrededor de la botella.

—¿Por qué la muchacha de la cena no puede estudiar? —preguntó el genovés. El padre de Ada respondió que las academias eran caras y que ellos apenas tenían para vivir.

—Sin embargo, sería muy bueno que la ragazza estudiara. Vine a este país a huyendo de la guerra y esperando prosperar. Bien quiero que mis hijos tengan buenas oportunidades. Aunque será difícil obtenerlas.

El hombre tomó el último trago de whisky y se levantó de la ronda, dando por terminado el tema. Giuseppe se quedó sentado con el pequeño grupo de desconocidos porque no se animaba a encerrarse en su pequeña habitación tan impersonal y lejana al hogar.

—Ada, ¡a dormir!

El genovés escuchó que llamaban a la muchacha. Ella tenía un libro en la mano y hacía gestos de que iría pronto. Las luces eléctricas de la casa se apagaron de un momento a otro, para ahorrar, y Giuseppe solo pudo ver la luz de la vela que Ada había encendido. Sorpresivamente se dio cuenta de que los hombres a su alrededor ya se habían ido a sus recovecos.



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En el texto hay: historia, amor

Editado: 17.11.2022

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