El taller textil estaba en la zona de Once, ubicada en el barrio de Balvanera. Llegar hasta allá tomaba media hora en el colectivo de la línea 62. Temprano, Ada, mamma, Julia y Ana esperaban en la parada a que el colectivo viniera en su recorrido circular desde Puerto Madero, y antes desde Retiro. A ellas las dejaba cerca de la Avenida Pueyrredón, a dos cuadras de la fábrica.
Julia y Ana eran dos hermanas que vivían en el conventillo aledaño, habitado solo por españoles. Afuera, su casona estaba pintado de azul con pintas blancas. Las mañanas que trabajaban, Ada y mamma las encontraban a mitad de camino hacia la parada del colectivo. Había sido Julia quien le había hablado a Ada de la Academia Pittman, donde se estudiaba para secretaria. Por eso mamma no la veía con buenos ojos, decía que llenaba la cabeza de su hija de pajaritos.
Pero para Ada nada era imposible. Es por eso que en un frasco de mermelada había juntado moneda a moneda. Finalmente había podido comprar una blusa, una pollera y un par de medias, todo nuevo. Para una muchacha de su posición, aquello significaba gastar una fortuna. Pero Julia le había dicho algo que ella jamás podría olvidar: lo que se invierte, no se pierde. Así había invertido en pagar la suscripción a la biblioteca del barrio, y gracias a ello hablaba un fluido español con un leve e interesante acento italiano, además de conocimiento en historia, filosofía y literatura. Ahora que tenía la lengua y la ropa, solo faltaba acercarse a Callao al 300 donde se encontraba la posibilidad de ser secretaria y dactilógrafa con solo un año de estudio.
Las cartas decían muchas cosas. Julia se las leía a Ada al menos una vez a la semana. Su madre, una gitana de la zona de Andalucía, le había enseñado el arte del tarot a temprana edad. Ana nunca había aprendido, ella decía que no quería; su madre, que las cartas no la elegían.
Ada había nacido en una familia tradicional italiana, descendiente de judíos aunque fueran sefarditas y no hubieran practicado jamás. El destino, repetía su mamma, no podía estar escrito en cartas de dibujos extraños. Para cuentos ya habían tenido la Torá aquellos familiares que ya no existían desde hacía un siglo. Pero Ada no le hacía caso y escuchaba su fortuna semanalmente, aunque sea para condicionarse y conseguir aquello prometido. Como una profecía autocumplida. Como aquella de ser secretaria.
Marzo en la ciudad es húmedo como todo el resto del año. El otoño llegaba y, con él, el año académico. Fue una mañana libre cuando Ada se vistió con la blusa blanca, la pollera gris topo, las medias finas de costura y los zapatos de hebilla y taco medio y se fue a esperar el colectivo.
La Academia Pittman estaba en Callao, cerca de la Avenida Rivadavia, en el barrio de Congreso. Estaba en el primer piso de un edificio imposiblemente blanco. Parecía hecho de crema. Ada se estiró la pollera, se acomodó la blusa y subió las escaleras lentamente. Detrás de un escritorio, una señorita la recibió con una sonrisa. En una breve charla le explicó los datos más importantes sobre los estudios que allí se cursaban. Ada llevaba una pequeña cartera que colgaba de su muñeca. Intentando copiar los modales tan armoniosos de la recepcionista, la italiana abrió el cierre de la cartera y extendió un billete con el que pagó la inscripción y el primer mes de estudio. Luego de rellenar un formulario y de recibir un cuadernillo que debía leer antes del comienzo de las clases, Ada se retiró a paso lento de la academia. Oficialmente, ella era una estudiante Pittman. El escalofrío del reconocimiento la estremeció hasta hacerla reír nerviosa. Estaba feliz. Estaba en un país lleno de oportunidades y ella estaba dispuesta a tomar tantas como fuera posible.
De camino de vuelta a casa, se dijo que hay cosas que es mejor hacer más temprano que tarde. En esa lista estaba la charla que se debía con su patrona, para poder congeniar los horarios de estudio con los de trabajo. La mujer, una gallega de baja estatura y fuerte acento español, no quiso negociar los horarios de trabajo. Miró firmemente a Ada y sostuvo que:
—Es mejor que se dé cuenta de su lugar en la sociedad, señorita Fiore. Acá ni en ninguna parte estudian las mujeres que deben trabajar. Su lugar es abajo y siempre lo será.
Ada se mantuvo en su posición, intentando conciliar las ideas de la patrona Castro con las suyas propias. Solo consiguió que esta terminara por denigrarla al verla vestida de señorita sin reconocer que venía de un conventillo y una fábrica y que no llegaría mucho más lejos.
—Hágase el favor, Fiore. Aquí tiene un trabajo seguro. Antes de perderlo, hable con sus padres que ellos la harán entrar en razón.
Era jueves a las cinco y media de la mañana cuando Ada avisó a su madre que ya no iría con ella a la fábrica. Por el contrario, se vistió de señorita (como había dicho la patrona) y se fue al centro, a comprar un diario en el puesto de Callao y Rivadavia. Se sentó en la Plaza del Congreso, de frente a la fuente donde corría agua, y buscó la sección amarilla. Uno tras otro, fue tachando los pedidos de trabajo. Al final se dio cuenta que nadie la aceptaría sin experiencia, a menos que fuera como camarera. Así fue como respondió al aviso de la Confitería El Molino, a solo unos pasos de donde se encontraba, con su misma presencia.
El currículum que no traía lo relató en quince minutos que le dedicaron el jefe de camareras y el jefe de cocina. Finalmente, lo que ganó el empleo fue su reciente situación como estudiante en la Academia Pittman. ¡Qué ironía! El sueño de ser secretaria ya estaba dando sus frutos, alejándola de un trabajo mal pago para situarla en el centro del barrio Congreso, a solo metros del Congreso de la Nación.
Mientras el colectivo traqueteaba por calles pobremente mantenidas, Ada recordaba la carta que había salido el día anterior. Antes de ir a la Academia y de hablar con la patrona Castro, Julia había tomado el mazo de cartas de tarot y las había desplegado delante de ella, formando un semicírculo. De entre todas, Ada había escogido la carta de la muerte.