Invierno de 1943 en la capital del país. La bruma que durante la noche se depositaba en el patio interno y se colaba en las habitaciones se mantenía como una presencia espectral hasta media mañana. La señora Rosa se levantaba temprano y trajinaba en la cocina para preparar el desayuno, y en el comedor para dejar todo listo para cuando se despertara el patrón. También preparaba el baño para cuando se levantara la señora Ada, quien se lavaba todas las mañana y se abrigaba bien la tripa. A la noche volvería a preparar el baño, esta vez con la bañera llena de agua caliente con sales de lavanda que le ayudaban a relajar el cuerpo hinchado.
La señora Rosa se había sorprendido al saber que Ada se sentía una paria en la casa. Quería tener contacto con ella y con el servicio pero la dejaban de lado. Herr Weimann había hablado especialmente sobre este tema con ella, la señora Leman y Denver. Todos se habían sorprendido de la misma manera. Había presupuesto que ella querría ser tratada con cierta deferencia, al ser una empleada exclusiva del señor de la casa. Se habían equivocado. Por eso fue una sorpresa para Ada la primera vez que la invitaron a tomar mate en la cocina. Ella no estaba acostumbrada a la infusión gaucha así que, por precaución, Rosa le había preparado un té de manzanilla. Así había empezado una nueva etapa en la vida de Ada. Por primera vez se sentía a gusto en Nebelhaus, donde ahora tenía con quién charlar.
La señora Rosa creía a pies juntillas la historia de la viudez de Ada. Muchas veces incluso la invitaba a rezar frente a un santo de cartón y una vela blanca por el alma de herr Graf. Su actitud animaba el alma de Ada y le hacía experimentar un calor de hogar. Para alguien que no sabía si podría volver con los suyos, la casa de la bruma se parecía cada vez más a un refugio.
Era domingo, día de descanso en el conventillo. Ada lo sabía y por eso lo eligió para ir a ver a su familia. Se envolvió con tanta ropa de abrigo que parecía que iba a visitar el Polo Sur. Pero era esa la única manera de disimular la barriga para que su madre no se preocupara y su padre no se enojara.
—Sus padres estarán contentos de verla tan saludable. ¡Pero si no deja espacio para que el niño respire!
Ada sonrió y abrazó a la señora Rosa.
—Gracias por cuidarnos. Nico y yo nos sentimos en casa.
—Claro que están en casa. Herr Graf querría que la cuidemos como se debe. ¿Puedo hacerle una pregunta, fräu Graf? ¿Por qué le ha puesto Nico al niño?
—Mi familia paterna es italiana. He elegido Nico porque es sobrenombre de Nicoletta o de Nicola.
—¿Y a usted le parece que tenga un nombre italiano y un apellido alemán? Fräu Leman ha dicho que bien podría ser Nicole o Nikolaus. Y ella sabe de alemán. Creo que debería escucharla, aunque sea una malhumorada.
—Claro que sí, no lo había pensado. —Ada sonrió ante el retrato de la señora Leman.
—De nada.
La mujer rolliza se alejó de la habitación de Ada con la satisfacción de haber puesto las cosas en orden.
Fue Denver quien manejó para la señora Ada, como él la llamaba, de camino a San Telmo. Todavía no se había acostumbrado a sentirla como una más del servicio y por eso no hablaba mucho. Básicamente, sus temas de conversación versaban sobre el clima, la comida de la señora Rosa y el fantasma de la señora Weimann.
—Me pregunto por qué el señor no vacía ese cuarto y le da un nuevo uso. Mientras lo tenga todo listo para ella, el fantasma de la señora Weimann seguirá viniendo. ¡A que usted lo ha escuchado mejor que yo! —Apostó Denver—. Usted está más cerca de su puerta que yo. ¡Ea! Aquí llegamos. Voy a tomar un café y vuelvo en una hora, ¿le parece bien?
A Ada todo le parecía bien desde que Rosa y Denver le hablaban. La señora Leman era sapo de otro pozo y seguía mirándola con resentimiento cada vez que entraba al cuarto de su señora. Pero esas eran las directivas de herr Weimann. Después de todo, no había otro lugar en la casa donde pudieran esconderse a preparar cientos de pasaportes sin que la gente del servicio se diera cuenta.
Secretaria de un ganadero cordobés. Debía recordar eso para cuando caminó lentamente hacia el conventillo. Había descubierto que pasos cortos disimulaban el vaivén de su cuerpo redondeado por el embarazo.
Los abrazos fueron medidos, pues nadie debía notar sus cambios. Se sentó con la mamma en la cocina y hablaron del supuesto trabajo de ella. Gracias al dinero que le enviaba, mamma había podido dejar la fábrica textil por un tiempo hasta encontrar otro trabajo. Ahora trabajaba en una zapatería en la misma zona de Once. Ayudar a los clientes a probarse calzado demandaba mucha menos energía que estar cosiendo nueve horas seguidas. La noticia contentó a Ada, quien se sentía agradecida de que su trabajo ayudara a su familia. Solo le pesaba pensar en lo que dirían si supieran de dónde venía el dinero. Después de todo, los italianos siempre apelaban a su memoria; y no podían olvidar que descendían de judíos.
Denver pasó a buscarla dos horas más tarde; se había encontrado con un amigo y habían estado charlando. Ada no protestó, pues el tiempo se le había volado. Su padre estaba contento con el dinero que ella enviaba mensualmente y su madre, orgullosa del trabajo de secretaria que su hija había conseguido. Recordaba el tiempo que estuvo en contra de la idea de que Ada estudiara. Ahora se arrepentía, aunque su orgullo le impedía decírselo. Habían valido la pena los malabares que su hija había hecho con el tiempo entre el empleo en la confitería y los estudios en la academia. Ahora la tenía enfrente más saludable que nunca: con las mejillas llenas y los labios sonrosados.
—¿Te tratan bien en esa casa?
—Claro que sí, mamma. Claro que sí.
Serpenteaban por las calles angostas de adoquines de San Isidro. Estaban próximos a llegar a la casa. Ada dormitaba en el asiento trasero del Ford coupé negro que eligieron usar ese día, de entre el parque de automóviles del señor.